Arte, Cultura y Espectáculos
¡Señorita, no suelte usted ese lápiz!
Las pioneras de la ilustración vuelven a reivindicar su sitio en la historia auspiciadas por el actual «boom» de jóvenes creadoras
Las pioneras de la ilustración vuelven a reivindicar su sitio en la historia auspiciadas por el actual «boom» de jóvenes creadoras
En un tiempo en que artistas como Paula Bonet, Ana Juan, Laura Agustí, Agustina Guerrero, Lyona Alyona, Raquel Corcoles, Marta Altés, y un larguísimo etcétera han colocado la ilustración firmada por mujeres en la cima de las bellas artes, no está de más indicar que este «boom» no es ni mucho menos un hecho aislado. No es un fenómeno de los tiempos, ni siquiera una moda casual. ¡No! El auge de las ilustradoras sólo es la constatación que el talento necesita visibilidad y aceptación y las mujeres no siempre la han tenido.
Desde el siglo XIX existe un grupo de pioneras tan brillantes y asombrosas que a veces resulta hasta insultante que pocos las conozcan. No por ellas, que el culto a la personalidad es lo de menos y ya es demasiado tarde para ellas, sino porque sus trabajos no han sido disfrutados por la gran mayoría que merecerían. Por suerte, el aplauso del que ahora disfrutan sus herederas ha posibilitado que las editoriales recuperen algunos de sus más destacados trabajos.
El primer nombre a reivindicar y la cima de la montaña de la ilustración más allá de cualquier ridícula cuestión de género es el de Marie Duval. Como a muchas de estas mujeres, necesitó de la compañía de su marido para cocrear, en su caso, una maravilla llamada Ally Sloper, tira cómica de humor grotesco y presurrealista que desde 1867 hizo las delicias de todo tipo de público. Nacida en Londres de padres franceses como Isabelle Émilie de Tessier, su talento se basaba en una esperpéntica deformación de las costumbres hasta llegar al absurdo. «Su trabajo puede distinguirse de manera muy sencilla de la de su elegante marido, porque madmoiselle es una artista y él no», confesaba Charles Henry Ross, su marido, y que no tenía ningún problema en confesar que él trabajaba a expensas de ella y no a la inversa.
Duval dibujó centenares de tiras cómicas fuera de la marca «Ally Sloper» en las revistas que editaba su marido y se convirtió en una figura icónica para todos los creadores de cómics posteriores, de Windsor McCay a Frank King. La artista también fue una reputada actriz en la escena del West End y su libro «King and Queens and other things», publicado bajo el pseudónimo Princess Hesse Schwartzbourg, debería enseñarse en las escuelas.
Otra que tuvo que abrirse paso de la mano de su marido fue Georgie Gaskin. Casada con Arthur Gaskin, el matrimonio se convirtió en unas de las figuras visibles detrás del movimiento Arts & Crafts de William Morris. Sus diseños de joyas son legendarias. Ella las dibujaba y él las manufacturaba, porque la auténtica artista era ella. Su libro de cabecera, «ABC: An Alphabet», publicado en 1895, es uno de esos libros para niños que demuestran que la infancia necesita sustentarse en la maravilla. Sus rimas y dibujos son clásicos inmortales y el hecho que ningún niño hoy sepa quien es... es un crimen contra la humanidad. Que el libro esté firmado por Mrs. Arthur Gaskin es otra bofetada de los tiempos.
Otro de los nombres clave de la ilustración de principios del siglo XX es el de Wanda Gag. La autora de esa increíble victoria de la imaginación que es «Millones de gatos» no lo tuvo fácil, pero acabó por ser uno de los nombres más venerados por sus colegas. Su padre, fotógrafo y artista, muerió de tuberculosis. Sus últimas palabras, cuando Wando no tenía más de 14 años, fueron: «Lo que papá no pudo hacer, Wanda tendrá que terminarlo». La determinación fue la clave de un talento que llegó a exhibirse en el Museo de Arte moderno de Nueva York. Gente como Maurice Sendak no dudan en tildarla como su mayor influencia y no es para menos.
El lastre de tener que trabajar con el marido para dar visibilidad a su trabajo también le ocurrió a Blanche McManus, otra escritora e ilustradora de sensibilidad estremecedora. Con Milburg Francisco Mansfield firmó una serie de libros de viajes por Europa y África que son una delicia del detalle y el color. Sus libros para niños como «How the dutch came to Manhattan» o «The true mother goose» deberían enseñarse en todas las clases de ilustración. Poco se sabe de su vida, salvo que tenía como base París y que fue olvidada tres segundos después de morir. Por suerte, su talento consiguió obligar a abrir los ojos a todos aquellos que preferían mirar a otro lado y hoy ya es un clásico de principios del siglo XX.
Aunque la gran pionera, nacida en 1799, fue Priscilla Susan Falkner Bury, cuyos dibujos de plantas y flores son auténticos poemas visuales. Sus trabajos pueden verse en «A Selection of Hexandrian Plants», del mecenas y botánico amateur William Roscoe. Sus 350 ilustraciones saltan de las páginas y te llevan a vivir a un mundo paralelo de la mano de Alicia en el país de las Maravillas. Volvió a repetir en «The botanist», de Benajmin Maud. Nadie, ni Monet, uno de sus admiradores, ha pintado mejor las flores.
En el Londres victoriano y prerrafaelita también destacó Florence Harrison, que inmortalizó los poemas de Christina Rossetti con imágenes líricos de un romanticismo decadente de una luz y candor abrumadora. Y coetaneo a ella estaban los libros infantiles de Kate Greenaway. Su talento era tal que los modistos de la época copiaban los trajes y vestidos con los que ilustraba a los personajes para venderlos a las madres de la época.
Cuentos y revistas
La más puramente ilustradora, y quizá por ello la más brillante, fue Jessie Wilcox Smith. Su historia es particular, porque inició su carrera como cuidadora de niños, pero una desgana por el especto físico del trabajo y un dolor de espalda que la cansaba todavía más, le hizo ver, casi por casualidad, que se le daba bien el dibujo. Su trabajo en pos de dignificar el trabajo de las ilustradoras hizo que muchos, por primera vez, valoraran el trabajo de las artistas. Su trabajo en la revista «New Woman» es seminal y gracias a ella existieron después artistas como Violet Oakley.
A partir de aquí, la lista es infinita, desde los dibujos de hadas de Margaret Tarrant o la genial Ida Rentoul Outhwaite; a las míticas ilustraciones de los cuentos populares de Elenore Abbott. Ejemplo de mujer en busca de salir de la sombra de su marido también está Evaline Ness, esposa de Elliot Ness, que en la película de Brian de Palma parece sólo existir para calmar a su tenso marido. Y hay que al menos mencionar a Helen Stratton, la mejor ilustradora que ha existido del «El progreso del peregrino» de John Bunyan; o las muñecas y portadas de revistas de Grace Drayton. El lápiz no sabe de géneros, sin duda.
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