Belfast

Van Morrison agranda su leyenda

La Razón
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BArcelona- Señoras y señores, el concierto comenzará en tres minutos. Los avisos ante el inminente inicio de la actuación de Van Morrison no dejaban de encender los ánimos de un público dispuesto a darlo todo por el gran maestro. Las luces se apagaron, los músicos entraron guiados por sus ipads, que luego les servirían de partituras, y en escena entró la hija de Morrison. «Estoy aquí para calentar el ambiente antes de la actuación principal», dijo y eso hizo, con un repertorio clásico que no sirve para ver las estrellas, pero sí para esperar con gusto.

Fueron tres canciones, y luego el gran estruendo. El artista de rostro airado, con su inseparable sombrero y traje negro, entró con saxofón y empezó a desgranar su repertorio. Una apertura de gran orquesta a la luz de la luna dio paso a «It Was Only a Dream» con la voz de Morrison cálida y soñadora, demostrando que el ensimismamiento y el deseo no son cosas exclusivas de la juventud. El músico se agarraba al micrófono como si la vida no fuese lo suficiente concreta y temiese caerse en sus propios sueños. Y contagió esa sensación de magia y levedad al público, rendido a sus pies.

En un Liceo con las entradas agotadas, y un ambiente de emoción contenida, Morrison empezó a rescatar sus grandes clásicos, como «Sometimes» en la que su voz no dejaba de modular ese quejido sentimental que logra reconciliarte con los crueles.

Entonces llegó su versión de «Baby please dont go», blues clásico de los arrabales que hizo levantar el ánimo y transportar al público a un Nueva Orleans sensual y vibrante. «Days like this» fue la brillante continuación, en una versión tranquila, controlada, un reverso del gospel, con toda la excitación interior, pero igual de intensa. «Moondance» cerró este triángulo de las Bermudas en que todo el público se perdió gustoso sin ganas de que nadie viniese a rescatarle.

Morrison no necesita dirigirse al público ni mostrarse expresivo ni hacer aspavientos para cautivar y seducir, sólo su voz llena de historias, de grandes aventuras cotidianas en la que todos son grandes sentimientos porque no existen los pequeños, no para los poetas y los músicos y todo el que cante a lo que pasa una y otra vez bajo la luz de la luna. El público estaba tan subyugado que ni osaba aplaudir sí cantaba Morrison. Querían, vaya si querían, y empezaban a aplaudir a rabiar, pero entonces el artista volvía a cantar y nadie se atrevía a moverse, temeroso de perderse una nota. Y aún quedaba mucho que ofrecer en lo que fueron dos horas de intensidad y belleza y disolución y armonía y canciones como «Brown eyed girl» o «Gloria» que ya fueron simplemente una locura. Esperemos que este buen hombre vuelva pronto y demuestre que los brujos y hechiceros no son gente extraña con huesos atravesándoles la nariz, son músicos con cosas que contar. Las entradas más caras del concierto valían 190 euros. No creo que ninguno se arrepintiese de ello. Hasta pronto, León de Belfast.