Valencia
El sabor de la otra orilla
La vecindad no suele ser garantía de conocimiento mutuo. Más bien de lo contrario. Así nos ocurre con Marruecos. Está ahí, pegado a Ceuta y Melilla o separado de la península por apenas catorce kilómetros. Pero es un gran desconocido y todavía lo es más su gastronomía. Y no deja de resultar paradójico, porque introducirse en la gastronomía del Magreb es casi un ejercicio de arqueología culinaria, en el que podemos descubrir sabores que antaño eran habituales en nuestras mesas. Los fuertes especiados, la mezcla de dulces y salados, o de los frutos secos con la carne, el uso de la miel como único edulcorante eran propios de nuestra cocina hasta bien entrado el Renacimiento. No en vano, el Magreb recibe influencias culinarias tanto de Al-Andalus, como de los sefardíes que hasta allí llegaron en 1492.
El restaurante Dukala es una buena forma para conocer en Valencia este tipo de cocina. Toma su nombre de la región natal de su cocinero, Noreddine Lameghaizi, que practica una gastronomía muy sincera y bien ejecutada. Sin renunciar a la cocina de su memoria, a los sabores que le acompañaron desde la niñez, Lameghaizi ha sabido atemperar ligeramente los especiados del Magreb para adaptarlos al actual gusto occidental, huérfano de contrastes.
Pero, esa pequeña concesión, no sacrifica para nada la esencia de esta cocina, que él mismo denomina «de la otra orilla». Lo comprobamos en el mejor de los entrantes, las croquetas de pollo «ras el hanout». Con un rebozado crujiente, su interior es jugoso y de sabor potente. Se lo aporta el «ras el hanout», la típica mezcla de especias marroquí, que cada tendero elabora a su gusto, pero siempre buscando la excelencia. De hecho, significa «la cabeza de la tienda». La mejor forma de empezar.
Junto a ellas se puede degustar también los «briouantes» de queso y aceitunas, el especiado «zaaluk» -una especie de caviar de berenjena- o la curiosa ensalada Fez que, con pimientos asados, bacalao y aceite de oliva, podemos emparentar con nuestro «esgarraet».
Para introducirnos con éxito en esta cocina, es importante dejarse guiar por Juan Pérez Palmer que, desde la sala, aporta el otro cincuenta por ciento de la química del éxito de este local. Cálido y cercano, conoce bien la fórmula de estar atento, pero sin agobiar. Además, a falta de menú degustación, dirige con acierto las comandas para que se acomoden al gusto y apetito de los comensales.
Así, de los platos principales nos da a elegir entre el cuscus (de ternera, verduras o pollo), el tajín, el cordero «m' hammer» (asado al horno con azafrán) o los langostinos con salsa «chermoula». Todos en su punto exacto de cocción, raciones generosas y emplatados en vajilla blanca, sin ninguna concesión al folklore (tan típico en los restaurantes de cocina regional), lo que se agradece.
De nuevo en estos platos, las especias y el contraste entre dulce y salado nos recuerdan donde estamos, por más que el cuscús comparta la misma línea genealógica que nuestro cocido. Más sorprendente es la «bastela» de pollo, almendras y miel, envuelta en pasta filo, un plato que se utiliza para agasajar a los invitados. Brillante.
Entre los peros, una carta de vinos muy corta, aunque bien seleccionada, y sobre todo la cercanía de las mesas, que lo convierte en ocasiones en un local ruidoso. También se echa en falta algún ejercicio de creatividad.
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