Historia

1561: la «mudanza de Corte» (I)

La hoy capital no tenía ni catedral ni tribunal ni río. Un correo enviado el 11 de mayo daría un vuelco a su destino

Documento completo, firmado por el Rey, en el que se certifica el cambio de Corte a Madrid
Documento completo, firmado por el Rey, en el que se certifica el cambio de Corte a MadridArchivo de Salamanca

Uno de los tópicos más infantiles de la historia local, y que desde luego ha triunfado, es el de definir Madrid como un «poblachón manchego» en aquellos años de 1561. Muchos querrían que el Madrid de mediados del siglo XVI fuera como el París de mediados del siglo XX, pero hay un algo que me dice que la comparación no es del todo acertada.

Madrid era una ciudad populosa, que tendría unos 7.500 habitantes por aquel entonces. Esto lo sabemos porque hemos podido hacer recuentos de bautizados en la mitad de las parroquias que entonces existían y cuyos archivos no fueron quemados durante el verano de 1936. Ese volumen de población, aun sin ser enorme, era importante para una ciudad de interior del siglo XVI. Además, era villa con Corregidor (presidente del Ayuntamiento) y en toda Castilla sólo tenían Corregidor unas 80 localidades. Aún más, Madrid tenía voto en Cortes, y en Castilla sólo lo tenían 18 ciudades o villas. Por fin, era localidad amurallada, con palacio real y un cazadero que se extendía desde las faldas del alcázar hacia el infinito. Era, por lo demás, una localidad bastante tranquila. No tenía, es verdad, ni Universidad, ni Sede episcopal, ni asiento de ningún tribunal, ni puerto de río (mejor para ella, porque los rectores y los obispos tenían jurisdicción propia extraordinaria, o sea, un galimatías de alguaciles, jueces y órdenes).

Documento completo, firmado por el Rey, en el que se certifica el cambio de Corte a Madrid
Documento completo, firmado por el Rey, en el que se certifica el cambio de Corte a MadridArchivo de Salamanca

No como Toledo. En Toledo los cristianos nuevos y los cristianos viejos andaban a la gresca en el ayuntamiento desde 1449 y en el cabildo catedralicio desde hacía poco. Los cristianos viejos querían bloquear el movimiento social de los otros, judíos, les decían, cuando en realidad no lo eran del todo, o no lo eran en absoluto, aunque sí descendientes de conversos. Pero, a su vez, en el cabildo había sus más y sus menos entre canónigos y arzobispo. Y los de la ciudad no podían ni ver a los de la Corte. Desde que llegó el arzobispo Carranza, se habían desatado algunas inquinas, de tal porte que la catedral no sufría a la Corte. Toledo no era ciudad para que estuvieran tranquilos ni por mucho tiempo el rey y su joven reina y los centenares de cortesanos que manejaban el Imperio y el Palacio. España era, desde la paz de Cateau Cambresis de 1559 la mayor e indiscutible potencia de la Cristiandad. La Corte del rey católico no era la Corte de los reyes godos. La Corte del rey católico era inmensa. Toledo no daba sociabilidad, ni agua, ni diversión, aunque tuviera otras virtudes. Además, en el invierno de 1569, hizo tanto frío y la cosecha había sido tan mala, que se pasó hambre. En Toledo, lo primero eran las dignidades eclesiásticas. Luego las autoridades municipales. El rey era un invitado. Sus cortesanos, unos huéspedes mal recibidos.

Madrid, por el contrario, era más tranquila porque era menos importante. Por no tener, no tenía ni catedral, ni Universidad, ni Tribunal importante, ni río. Lo que más tenía era lugares de ocio, cazaderos reales: un antiguo palacio árabe –el alcázar– había sido remodelado por Carlos V y por el rey; desde sus ventanas se veía un bosque, el de El Pardo, al que habían ido a cazar todos los monarcas de los que se tenía memoria: fue el último viaje que hizo Enrique IV; en el alcázar estuvo preso Francisco de Francia. A los reyes les gustaba cazar. A los nobles también. Cazar, y sobre todo jabalíes, era una manera de mantenerse entrenados entre guerra y guerra. Madrid parecía una ciudad perfecta para el ocio.

Tan es así, que en marzo de 1561 el Corregidor, don Jorge de Beteta, había pedido al Consejo Real un permiso para ausentarse de su puesto por asuntos propios, por ¡tres meses!, y lo hizo el 15 de marzo…, aunque hubo de reincorporarse deprisa y corriendo a su actividad el 29 de marzo. Don Jorge de Beteta tenía muy buena fama, de ser muy riguroso con sus cuentas. No iban mal las cosas para la Villa de Madrid, ni para sus presupuestos.

En la primavera de 1561 Madrid vivía en su tranquilidad y monotonía. En estas estaban, cuando el 22 de marzo recibieron una pregunta formulada por el Consejo Real, en Toledo, sobre cuáles eran las existencias de carne en la Villa y sus precios. Tras sesudas deliberaciones, los regidores –que ni se imaginaban la que se avecinaba– respondieron al rey: había 800 carneros y ninguna vaca. Poca provisión de alimentos, por lo que el rey cursó órdenes para que compraran más y que se cuidaran mucho de que no subieran los precios… Las órdenes reales sembraron de más confusión las mentes de aquellos regidores que no sabían por qué tenían que controlar el precio de la carne, que por qué podría subir, hasta que el 18 de abril de 1561 se registró la primera sospecha en las Actas de las sesiones municipales: parece que el rey iba a visitar la Villa. Por culpa de esos gastos, las fiestas del Corpus iban a ser menos lucidas que otros años..

Y si se acopió carne, también trigo: tanto que a primeros de mayo se suspendieron las compras porque no había en donde almacenarlo.

La vida de aquella tranquila Villa se alteró profundamente el 11 de mayo de 1561. Era domingo. Los porteros del ayuntamiento fueron casa por casa de los regidores municipales para llevarlos al edificio del ayuntamiento. debieron ir a las casas de los regidores para reunirlos. Había llegado un correo al galope desde Toledo. Al final, solo lograron reunir al Corregidor y a cuatro regidores de los 17 que componían el Ayuntamiento. Madrid era una ciudad muy tranquila. Tan tranquila que las cosas del ayuntamiento se resolvían casi sin más. Es como si en Madrid nunca pasase nada. Pero aquel domingo pasó.

Reunidos los regidores, el Corregidor mandaría abrir la cédula real y la leería en alto. Tras ello, la rozaría sobre su cabeza, en señal de acatamiento. Enmudecerían. Iban a empezar a pasar cosas en Madrid. Lo primero que pasó es que el escribano municipal dejó un blanco en las Actas municipales, probablemente con intención de copiar la cédula real que hoy por esto y mañana por lo otro, nunca copió. Gracias a que existen los archivos y que los funcionarios de Felipe II llevaban buena cuenta de sus cosas, se registró la cédula en el libro correspondiente de la Cámara de Castilla.

La cédula en cuestión avisaba de que el rey iba a Madrid y que había que ayudar a los aposentadores reales a buscar alojamiento a todos los cortesanos. Porque no nos engañemos: el que a una villa llegara el rey con la Corte era una tragedia, un galimatías; no una bendición.

La Corte de Castilla era itinerante y Castilla tenía la obligación de dar aposento a los oficiales reales. Para ello, los «aposentadores» reales revisaban las casas de los pueblos o lugares por los que fuera a pasar el rey e iban señalando a qué personaje le correspondía ir a qué casa.

Comoquiera que desde 1561 la Corte se estabilizó en Madrid, aplicándose la obligación de aposento, ¿quiénes tuvieron ganas de invertir en edificios en Madrid desde entonces?; ¿quién querría hacerse una casa si te podía tocar aposentar a un cortesano? Por ello, la Corte del rey católico, del rey más poderoso del mundo conocido, siguió siendo una localidad de calles estrechas, intrincadas…, el Madrid que conocemos a grandes rasgos desde el Palacio Real a los Jerónimos.