Crimenes
Jarabo, el último ejecutado con garrote vil de la crónica negra de Madrid
En el aniversario de su muerte, repasamos el cuádruple asesinato que perpetro en el corazón de la capital y que conmocionó a toda España. Un psicópata desalmado cuyo recuerdo causa aún espanto
En 1958, un cuádruple crimen conmociona a toda España. Hay cuatro muertos, dos son mujeres, una de ellas embarazada. El asesino es un señorito de buena familia, chulesco, pendenciero, mujeriego, bebedor y derrochador a manos llenas: José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris (Madrid, 1923-1959). Hoy pocos le pondrán cara, pero la memoria popular reciente quizá le identifique con el físico de Sancho Gracia, que en 1985 le puso empeño y carácter en una actuación soberbia, dirigido por Juan Antonio Bardem, compañero de Jarabo en el colegio Nuestra Señora del Pilar.
Regresamos a los escenarios donde todo ocurrió. En el número 57 de la madrileña calle Lope de Rueda es fácil situarse en el mes de julio de los hechos. Poco ha cambiado el bloque de cinco pisos donde cayeron asesinadas tres de las víctimas, no así la fachada de la tienda de empeños Jusfer, en Alcalde Sainz de Baranda 19, a 200 metros, donde se desplomó el cuarto cadáver.
¿Quién es Jarabo? Miembro de una familia adinerada, había sido un niño bien, educado en el Pilar, con una madre sobreprotectora y un padre autoritario. Cuando era solo un adolescente le fue diagnosticada una incipiente esquizofrenia paranoide. Luego sumaría a lo largo de su vida una serie de golpes en la cabeza por accidentes de automóvil y peleas que no fueron eximente cuando llegó su hora.
En 1940 se traslada a Puerto Rico. Allí, tras varios días de juerga sin saber cómo llega a casa de Luz Álvarez Mas y, según contó: «Salí con ella, fui al juez de paz y me casé». El matrimonio, condenado al fracaso, estuvo cuajado de malos tratos e infidelidades –ella acabó tildándole de «loco»–, aunque hubo un hijo, José Ronaldo Jarabo, que tenía 8 años cuando la esposa interpone una demanda de divorcio. Aquel niño llegará a ser presidente de la Cámara de Representantes de Puerto Rico y en 1992 es absuelto por el Tribunal Superior del país de cuatro cargos criminales que le imputaron tras un «altercado violento» con una mujer.
Jarabo sigue camino y se marcha a Estados Unidos, donde no tarda en complicarse la existencia. Tras coquetear con las drogas y seguir unos hábitos poco recomendables –el alcohol siempre presente–, en 1946 ingresa en la prisión de Springfield, condenado a 9 años de prisión por montar un laboratorio fotográfico al que llevaba mujeres para retratarlas en actitudes obscenas; cuando no obedecían, las maltrataba física y mentalmente. En 1949 obtiene la libertad bajo fianza, que rompe el 20 de mayo de 1950, y huye a España mientras queda en busca y captura en Estados Unidos.
En Madrid su vida no se endereza, sino todo lo contrario. En dos años se gasta un patrimonio, 15 millones de pesetas de entonces, que su madre le había dado para establecerse. Cuando el dinero se acaba ya se ha convertido en el rey de la noche y el alterne madrileño –es habitual de «Zambra», «Pasapoga», «El Molino Rojo»–, metido de lleno en el mundo de la prostitución y las drogas –había llegado con un cargamento de morfina y bencedrina– y con una lista interminable de amantes.
Vestido siempre como un dandy, alto y fornido, dotado de la mejor labia (y según parece de otros atributos con los que satisfacer un «apetito sexual desmesurado»), vive con la pensión que le pasa su madre –7.500 pesetas al mes–, empeñando objetos de valor de la casa familiar de Arturo Soria, hipotecando la propia vivienda y con el dinero que saca de sus oscuros negocios, siempre acuciado por las deudas y usando diferentes nombres: «Señor Mendoza», «Morris» o «Doctor Valmaseda», como quedó reflejado en una tarjeta de visita que conservó el difunto Francisco Pérez Abellán, experto en el personaje y fuente fidedigna sobre el caso.
En 1956 Jarabo vive una tórrida aventura con una joven inglesa, Beryl Martin Jones, casada, con dos hijos, que está de paso por España. Lejos de su mejor época y con problemas de dinero, puesto que la pensión mensual no cubre sus manejos, decide junto con su amante empeñar una sortija de brillantes regalo del marido. Elige la tienda de compraventa y empeños Jusfer, en Alcalde Sainz de Baranda, pues ya conoce a los dueños del negocio, Emilio Fernández Díaz y Félix López Robledo, con los que ha tenido tratos anteriormente.
Mientras languidece la relación con la amante, el marido regresa a buscarla y se la lleva a Francia, desde donde Beryl reclama el anillo y apremia a Jarabo, que intenta por todos los medios que se lo devuelvan.
Los prestamistas, que le dieron 4.000 pesetas por una pieza cuyo valor oscilaba entre 50.000 y 200.000, según las fuentes, le ponen todo tipo de excusas y exigen más dinero. Además, obra en su poder una comprometedora carta autógrafa de Beryl, por lo que al final reclaman el 200 por ciento del valor de la joya y amenazan con un chantaje. Su codicia les condena.
La noche del sábado 19 de julio, Jarabo esquiva al sereno y no deja huellas –con la puerta de la calle aún a su disposición a esa hora, abre al ascensor con el codo y llama al timbre con la uña del pulgar– en su camino al cuarto exterior izquierda de Lope de Rueda 57, donde asesina a Emilio y a su mujer, María de los Desamparados Alonso Bravo –embarazada de pocos meses–, a punta de pistola y con una heladora sangre fría. La criada, Paulina Ramos, recibe una puñalada mortal en el corazón tras un forcejeo durante el que es golpeada con la culata de la pistola.
Consumado el triple crimen, se queda esa noche en el piso y monta una escena de discusión en el salón. Incluso pinta con carmín una copa para simular una presencia femenina. Bebe lo que encuentra y duerme en el sofá.
Pasa el domingo en otra de sus habituales correrías y el lunes va a la casa de empeños con las llaves de Emilio. Cuando Félix entra para atender su negocio, Jarabo aguarda tras la puerta y le dispara dos veces en la nuca. Busca infructuosamente la carta y el anillo y en una maleta se lleva dinero, joyas y el arma del crimen.
Finalmente es detenido el martes por la mañana cuando acude a una tintorería –Julcan, en la calle Orense 49– a recoger el traje empapado en sangre que había dejado el día anterior.
Su juicio se convierte en un espectáculo mediático, la gente no habla de otra cosa, y el caso inquieta a la psiquiatría forense. Hay colas a diario para seguir las sesiones, con Sara Montiel entre el público. Dada la peculiar personalidad del reo, intervienen cinco médicos, de los que dos resuelven que está perturbado y tres determinan su cordura. A la hora de la sentencia pesan especialmente las muertes de las dos mujeres.
«No sé si soy un psicópata o no. Ni me importa. Lo único que sé es que soy el autor de cuatro muertes; dos quizá un poco más justificadas, aunque en realidad ninguna pueda serlo...», dirá Jarabo al tomar la última palabra en el proceso.
Condenado a muerte, el 4 de julio de 1959 se convierte en el último ejecutado con garrote vil por la justicia ordinaria. Tarda veinte minutos en morir a manos del verdugo titular en la Audiencia Territorial de Madrid –Antonio López Sierra– ebrio e incapaz de doblegar aquel cuello de atleta.
Hoy día, el barrio donde llevó a cabo sus crímenes ha olvidado casi por completo a Jarabo, aunque aún quedan testimonios directos de la tragedia y no faltan reacciones de indiferencia –las menos– o asombro.
En Lope de Rueda 57 Gloria Castellano (81 años) regenta una tienda de artículos de piel desde noviembre de 1972. Más allá de lo que le han contado, no recuerda mucho pero sí el rodaje de la película de Bardem, cuando les «modificaron un poco el escaparate para que pareciera más antiguo». Explica que colocaron un puesto de churros en la acera de enfrente y que conoció a Sancho Gracia, que compartía «con mucha gente» un alborotado plató callejero y se refrescaba en un bar junto al portal. Paquita, empleada del negocio, asiente mientras atiende a una clienta.
Hasta hace poco quedaba algún vecino de la época del crimen, «pero creo que no hay nadie ya», asegura Gloria, que confirma que el cuarto exterior izquierda ha estado deshabitado «muchos años, porque no querían meterse ahí, claro». De hecho, la vivienda estuvo vacía durante 50 años, hasta que las herederas de la última dueña, una mujer británica, la vendieron en 2008. Hoy franquear la entrada del portal es complicado por el empeño de la conserje de la finca, «propietaria también» –según asegura– de uno de los pisos, que tuerce el gesto y amenaza con llamar a la policía en cuanto asoma nuestra cámara.
Sobre el recuerdo de aquel 1958, Gloria dice creer que «en esta zona está olvidado», aunque no del todo, según comprobamos. Antonio Rodríguez ha regentado durante 20 años una tienda de reparación de calzado en el mismo local donde estaba Jusfer, que conservó la estructura de la época hasta que se reformó por completo en 2020 para albergar un negocio de interiorismo. Él nos habla de Ana Serrano (72 años), vecina del 19 de Alcalde Sainz de Baranda cuyo padrino era propietario del bloque. Miembro de una de las familias más conocidas y adineradas de Asturias, desde Oviedo delegaba en el padre de Ana –Raúl Serrano Guillén– para administrar el inmueble. La tienda Jusfer «era, por tanto, de mi padrino, y se la administraba mi padre también», remata ella.
Según el relato de Ana Serrano sobre las memorias familiares que acaban enlazando con Jarabo, su padre, «rojo y represaliado, era catedrático de Derecho, pero fue depurado por el franquismo porque había creado la Juventud Republicana de Aragón, y se dedicaron mi padre, mi hermana y mi madre a morirse de hambre. Mi padrino le prestó dinero y montó una librería, hoy día la más antigua de Madrid».
Desde allí se dedicaba el padre de Ana a hacer «todas las transacciones» de la vivienda de Alcalde Sainz de Baranda. Y llegó un día en que Félix y Emilio, los socios marcados por el destino, fueron a verle para interesarse por el local, cuando su mujer tuvo un presentimiento: «No se lo alquiles, que me han hecho un efecto muy raro». Asegura Ana que su madre era «muy de pálpitos y al darles la mano había notado una sensación extraña». Pero a pesar de que el oficio de prestamista «en esa época no estaba muy bien visto, resultaron ser tan buenos pagadores que mi padre estaba encantado».
Cuando ambos socios «no llevaban mucho tiempo» en el local, «unos dos años», una mañana –«yo era muy pequeñita», rememora Ana–, «me estaba lavando los dientes. Entonces los teléfonos estaban en el sitio más incómodo, en medio del pasillo, en la pared, y debía ser muy temprano porque mi padre aún no se había ido. Lo cogió y le llamaba el portero para contarle lo que había pasado. Y mi padre repetía lo que le decía: “¿Sangre por debajo de la puerta? ¿Qué hay muchos muertos? ¿Que han matado a un niño en la cuna? [en vez de que la mujer estaba embarazada]... A ver Paco, tranquilícese y cuéntemelo bien”».
El portero, que hoy tiene 89 años, sigue viviendo en la casa, pero una sordera «hace imposible entenderse con él». Esa llamada que hizo entonces alertaba al administrador, pero fue Ángeles Mayoral, pareja de Félix López, la que entró en Jusfer y avisó a la policía. Ella pudo ser la quinta víctima si hubiera atendido el ruego de Jarabo, que la telefoneó para que acudiera a la tienda.
Afirma Ana que ha tenido «pesadillas con aquella historia, porque además aunque tardaron muy poco en encontrar a Jarabo, se hizo eterno». Una vecina le contó que «fue horrible, salía a la compra y había dos policías que le preguntaban dónde iba; volvía y le preguntaban otra vez que de dónde venía. Esto estaba tomado por la policía», relata sentada en un banco del bulevar que divide en dos su calle.
En los recuerdos de esta testigo de excepción –«me persigue la historia de Jarabo»– hay otro vecino de su actual casa «que vivía de soltero en Lope de Rueda 57», donde según le contó «lo que más se comentaba era lo de que [Jarabo] hubiera dormido con los cadáveres». Se hablaba sobre «qué tipo depravado y extraño era para haber hecho algo así». Y «sobre todo» se nombraba a «la pobre chica, la criada, todo el mundo lamentaba que se la cargara de esa manera horrible». También se rumoreó «que aprovechó los fuegos artificiales para hacer los disparos», y que «las fieras del Retiro [en el zoológico] se pasaron toda la noche aullando e inquietas, no se sabía si por los cohetes o porque habían olido la sangre del crimen».
El padre de Ana Serrano tuvo un gran problema con la tienda, que no había manera de alquilar. Pero la mujer matiza con humor que el encargado de enseñarla era el portero, que «como si fuera un timbre de gloria, anunciaba a los interesados: “En esta tienda mató Jarabo a una de sus víctimas”. Al final mi padre, desesperado, la vendió. La malvendió», lamenta.
Sus padres también le contaron sobre la madre de Jarabo que era «la típica madre condescendiente que le daba todo lo que quería, pero que era una buenísima persona angustiada con lo que había hecho su hijo, al que iba a ver todos los días a la cárcel. Como muestra de arrepentimiento, fue a pedir perdón a los familiares y hasta a gente de la casa, la pobre señora», cuenta Ana. María Teresa le visitaba a diario, pero «muchas mujeres le escribían declarándole su amor y queriéndole ver».
Así que según Ana Serrano, «todo el mundo lo recuerda, es curioso porque mira que han pasado tantos años», dice. «Y ahora que han repuesto ‘La huella del crimen’ más aún. “¿Fue en esta casa, verdad?”, preguntan. Es que fue muy gordo, como el crimen de los marqueses de Urquijo. Son crímenes que quedan ahí».
Ya lo había dicho uno de los letrados de la acusación particular contra Jarabo: «No recuerdo ningún crimen tan sensacional. Ni el llamado crimen de Cuenca, ni el de Jalón, ni el del Expreso de Andalucía fueron de tanta sangre».
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