Oficios
Así era el asilo de lavanderas del Manzanares, destino final de una vida de penurias
Un oficio al que muchas mujeres -hasta más de 5.000 llegaron a convivir-, llegaban de niñas, y en él trabajaban de sol a sol por un sueldo de miseria
Hambre y necesidad. Ese fue el origen en Madrid de las lavanderas del Manzanares, mujeres, ancianas y niñas que aceptaron unas duras condiciones de trabajo para alimentar a sus familias.
El oficio apareció a finales del siglo XVI, en las márgenes del río, y duró hasta mediados del XX. Su momento culmen -si de esto se puede hablar-, por el gran número de trabajadoras, se vivió entre finales del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, cuando se estima que en las riberas del Manzanares llegaron a convivir hasta 5.000 lavanderas que aspiraban a sobrevivir a la miseria.
Solían vivir en el denominado Barrio de las Injurias, uno de los más míseros del Madrid de la época, cuyos límites se localizaban entre la Glorieta de Pirámides, la Puerta de Toledo y el río Manzanares.
Estas mujeres, ancianas y niñas, pues muchas acompañaban a sus madres desde pequeñas para más tarde sustituirlas, no conocieron otro modo de vida que lavar ropa de la mañana a la noche, hiciera frío o calor, lloviera o nevara, en las márgenes del río que utilizaban como lavaderos, la mayoría de los cuales estaban situados entre el Puente de Segovia y el Puente de Toledo.
La jornada se repetía. El trabajo comenzaba a primera hora de la mañana con los esportilleros, que pasaban por las casas de Madridrecogiendo la ropa sucia y llevándola hasta los lavaderos. Una vez entregada la ropa sucia, comenzaba la ardua tarea de las lavanderas, que consistía en usar las manos y piedras o una plancha de lavado de madera para frotar la ropa con agua fría, helada en invierno, hasta que desaparecía la suciedad de las prendas… un proceso que repetían cada día de sol a sol, encorvadas y con manos y brazos permanentemente húmedos. El reuma y la bronquitis eran afecciones habituales entre estas mujeres con el paso de los años. Una vez acabado el proceso de lavado, la ropa se secaba en los secaderos públicos, se recogía y se doblaba en cestos y era devuelta a los domicilios de nuevo por los esportilleros.
El sueldo de una lavandera de principios del siglo XX difícilmente alcanzaba las dos pesetas diarias. Una mínima cantidad que las abocaba a la miseria absoluta. La condiciones de trabajo de este colectivo de mujeres fueron siempre deplorables y constituyeron un grupo social marginado, carente de una organización gremial y sindical, a diferencia de las cigarreras que trabajaban en la Tabacalera de la calle de Embajadores.
Unos trabajos de años, de sol a sol, que tenía “recompensa” en algunos casos: el asilo de lavanderas. Este edificio de madera estaba situado en lo que hoy es la glorieta de San Vicente, frente a la puerta del mismo nombre. Contaba con dos pisos y sendas dependencias para acoger a niños mayores de dos años y a párvulos, siempre que “pertenecieran a legítimo matrimonio”. Una pequeña sala de seis camas hacía las veces de casa de socorro, para atender a las lavanderas que hubieran tenido algún accidente en el desempeño de su oficio.
El Asilo era insuficiente para acoger a la gran cantidad de niños que precisaban de sus servicios. Con todo, la década de los años treinta del siglo pasado fue el final de las lavanderas del Manzanares. El agua, poco a poco, iba subiendo a las casas y no se hacía necesario encargar el transporte, lavado, secado y entrega de las prendas a las mujeres que desempeñaban este duro oficio en los lavaderos o en el propio río. Esta penosa profesión desaparecería del todo con las máquinas eléctricas para lavar ropa, que ya se iban instalando en las casas más acomodadas en la segunda mitad de los años treinta del siglo pasado.
Atrás quedaba el duro proceso del lavado de la ropa, aquello de empaparla con agua fría, untar el jabón, restregar toda la superficie, hacer la coladao introducirla en agua muy caliente y lejía (a mediados del siglo XIX era muy famosa el agua de Javelle –hipoclorito de sodio-). Cuando las manchas desaparecían había que volver a aclarar, retorcerla para que escurriera y tender. El lavado de cada prenda tenía un precio, que oscilaba entre los 0,15 céntimos de una camisa hasta los 0,30 céntimos de una sábana, siendo lo más laborioso la limpieza de las mantas y de los trajes de faena. La “técnica” de la lavadora acabó por vencer incluso a aquellos sueldo de miseria.
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