Comercios centenarios
Casa Pedro, el deseo de adaptarse y mantener los sabores tradicionales
Este restaurante familiar centenario defiende una cocina cercana y nacional como parte de la cultura
Si Pedro Guiñales, de 75 años, dice que va a casa, su familia duda. No saben si se refiere al lugar donde duerme o a su restaurante, Casa Pedro, que es donde realmente ha vivido siempre. Pedro regenta esta casa familiar de comidas, ubicada en Fuencarral, desde que la heredó de su padre. Y aunque a la entrada del restaurante un rótulo avisa que se sirve «desde 1702», la fecha no está clara. Podría ser antes o después. «Las escrituras desaparecieron en 1936. Un alcalde quemó todos los archivos. Quemó toda la historia de nuestro pueblo. Fue una pena lo que hizo: nos dejó sin saber exactamente cuándo se fundó esto», cuenta Pedro. Ante esa duda, se hizo un cálculo aproximado: «mi bisabuelo nació en 1802, y mi padre dice que hubo dos antes que él. Calculó 50 años por cada uno y se quedó en 1702», zanja.
Pedro abre el local todos los días a las diez de la mañana, pero con los años ha ido reduciendo el número de horas de trabajo. Irene Guiñales, una de sus dos hijos, es quien las ha asumido, sabedora de que el negocio será suyo, pues siempre ha estado en manos de esta familia. Ella es periodista, pero solo ejerció un par de años y después se dedicó al restaurante plenamente. Recuerda Irene que la clave ha sido ir renovándose constantemente. Al principio era un punto de paso en la carretera Madrid-Francia, y se ofrecía desayuno, comida, merienda y cena. «Aquí había unos 5 restaurantes, pero solo seguimos nosotros. Yo creo que por la calidad que damos», relata Pedro.
Pero, sin duda, el punto de inflexión fue la pandemia del covid. De una plantilla de 25 personas pasaron a una de 15 «para poder sobrevivir». Además, de «ser un restaurante de empresas», explica Irene, se pasó a trabajar mucho los fines de semana, debido al teletrabajo. Una forma de adaptación a esto ha sido la de habilitar comedores privados.
Tras cruzar la cocina, se accede por una puerta a una serie de pasadizos construidos en la época de la Guerra Civil. Después de un camino con la cabeza agachada, se llega a una de las joyas del restaurante: su bodega, equipada con vinos extraordinariamente antiguos. Antes del covid, se ofrecían comidas en este lugar, pero al no haber ventilación y ser muy estrecho, se dejó de ofrecer el servicio, que era uno de los mayores atractivos.
A pesar de estos cambios, hay una premisa: «mantener las recetas tradicionales». Las especialidades son los guisos, los callos, el rabo de toros y los asados. «Ahora todo es innovación», explica Irene, «y nosotros vamos a la contra: mantener, mantener, mantener. Nuestra cocina no es elaborada, sino de producto, sencilla. Produce rechazo pero también satisfacción. A mucha gente le recuerda a la comida de sus abuelos, y eso es muy bonito». Y añade una reflexión: «En España no valoramos nuestra cocina. Muchos padres llevan a sus hijos a probar la comida japonesa y, sin embargo, suele haber rechazo a la casquería. Y es nuestra cocina, nuestra cultura y tenemos que defenderla».
Igual de importante que un buen producto es el factor humano. «Lo mejor de la hostelería es la gente, aunque también puede ser lo peor». Y puede ser lo peor por la forma en que se toma esta profesión Irene, que intenta cuidar el trato con los clientes al máximo. Su profesión ha sido una ventana a conocer gente «maravillosa», desde la más humilde hasta personas «a las que jamás habría accedido», como al Rey Felipe VI, que acudió la semana pasada. La abuela de Pedro ya sirvió una comida a Alfonso XIII y el rey Juan Carlos I también fue cliente, como atestigua una foto colgada en la pared.
Irene ha enseñado a sus tres hijos a ayudar en el negocio. Sin obligarlos a continuar, cada tanto echan una mano en el restaurante como parte de «una lección de vida» que tienen a su alcance. Su hijo mediano, de 18 años, siempre había querido ser abogado y hace unos años les sorprendió cuando dijo que quería estudiar hostelería. Lo mandaron al Instituto Glion, en Suiza. Su abuelo Pedro está muy ilusionado y le encantaría ver a otra generación de la familia a los mandos.
A punto de comenzar el servicio de comidas, Pedro se viste con una corbata azul y chaqueta blanca, listo otro día más para recibir a los comensales. «Lo más bonito es no parar nunca».
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