Muslo o pechuga
Elogio del bistró contemporáneo
Caja de Cerillas, el restaurante de Arapiles donde Enrique Valentí reivindica la cocina cotidiana con oficio y sabor
El bistró de hoy, cuando está bien templado, es una casa de comidas con estudios. Nace del pulso francés y se cría en la memoria del barrio. Un cuarto y mitad de cocina reconocible, otra ración de oficio y una copa de vino que se deja beber sin pedir palco. La dicha se conquista con dos platos y postre, sin liturgia ni alharaca, con un jefe de fogones que manda con la autoridad de quien conoce el recetario de siempre y lo canta con buen son. En Madrid hay un restaurancito que encarna esa consigna. Caja de Cerillas. Un chisconcito en la zona de Arapiles que hace honor al apodo, menudito y bien armado, con unas poquitas mesas que acercan los hombros y favorecen la charla. La sala abriga. La insonorización amansa la bulla y deja la murmuración feliz. El servicio te mira a los ojos y te tutea con respeto. Sobre todo manda un sabor de toda la vida, ese que reconcilia con el acto sencillo de comer bien.
El oficiante se llama Enrique Valentí, cocinero y dueño de la casa. Se planta en la puerta y en los fogones con el aplomo de quien ha trabajado la alta cocina y ha decidido ponerla al servicio de la comida cotidiana. El formato es pequeño y directo, de microproducción, con pocas plazas y ánimo de casa de comidas. Lo importante es la regularidad, la sazón y la cercanía.
El ideario culinario no pretende descubrir galaxias. Se arranca con bocados que se entienden a la primera. Una ensaladilla afinada por el morrillo de atún, una anchoa preparada como Dios manda, una tajadita de bacalao en su punto. Algún guiño de mar con buey y aguacate, medido y sin aspavientos. Cuando la cosa pide cuchara y tenedor aparecen macarrones con chorizo de los que defienden la sobremesa o los canelones en tributo al mestre Fermí Puig, cocinero de Drolma, memoria catalana traída al ruedo castizo. No hay carreras, hay temple.
Los principales mantienen la faena sin fuegos artificiales. Huevos estrellados con gambas al ajillo que viajan de la sartén a la mesa sin perder el acento. Un filete ruso que pide pan y conversación. Si la brasa manda, la butifarra tiene oficio y la codorniz luce brasero. De vez en cuando se asoma una licencia festiva para animar al parroquiano, pero la partitura sigue siendo madrileña y doméstica, hecha para que uno vuelva.
Se bebe con dignidad y alegría. La carta de vinos está pensada para acompañar y no para dar lecciones. Etiquetas que no asustan al bolsillo, selección breve y bien tirada, alguna botella confidencial cuando procede. Es la bodega de un cocinero que da prioridad a la mesa y a la conversación, y que entiende que un vino bien elegido es la mejor luz de la sala.
El capítulo dulce es del mismo palo reconfortante. El flan que proclama que no te comiste en tu infancia invita a hundir la cuchara y a quedarte un rato más. El buñuelo de anís bordea la feria y deja perfume. La tarta al güisqui se presenta como recuerdo con traje nuevo. Para los de despedida sobria hay limón helado o un queso que respeta el apetito remanente. Este formato, que unos llamarían bistró contemporáneo y otros casa de comidas con aliento clásico, demuestra que la modernidad no está reñida con la sencillez. Hay un patrón claro. Platos reconocibles. Ritmo de cocina sin artificio. Vinos que acompañan la función. Un cocinero que ejerce de propietario y anfitrión, y una sala que cuida las distancias cortas. Lo demás es humo.
Viva la clase media de la cocina, esa que sostiene el mundo cuando flaquean las modas. Viva este comedor menudo al que conviene volver siempre que el trabajo o los devaneos lo permitan. La felicidad cabe en dos tiempos y un postre, con un vino que acompaña y una charla sin ruido. En Caja de Cerillas se entiende así, sin coartadas y sin aspavientos, con el compás certero de Enrique Valentí y la verdad de una mesa que invita a repetir.
LAS NOTAS
BODEGA: 8
COCINA: 8
SALA: 8
FELICIDAD: 8
Precio medio: 60 euros