"Pastiche"
La historia de la fuente de la Fama: no hubo en Madrid un monumento más despreciado
La obra de Pedro de Ribera, peregrina en la ciudad a la búsqueda de ubicación durante siglos, fue objeto y objetivo de numerosas críticas estéticas (y económicas)
Y sí, en Madrid, desde el punto de vista arquitectónico, hubo vida antes de Sabatini, Villanueva o Antonio Palacios. Es un tanto injusto pensar que unos momentos históricos brillaron más que otros... aunque en esto, como en tantas otras cosas, hay distintas opiniones.
Lo cierto es que la capital también conserva fuentes o hitos arquitectónicos dignos de reconocimiento. Como esta que nos ocupa. La fuente de la Fama.
Fue encargada por el rey Felipe V, todavía bajo el influjo de Versalles, «para el embellecimiento de la villa y mejora de los suministros de agua». Allá por 1716 encargó el proyecto al Arquitecto Mayor de las Obras Reales, Pedro de Ribera... Y así pasaron los años, hasta que la obra se inició el 14 de junio de 1731, aunque se concluyó rápido: estaba lista el 10 de mayo del año siguiente.
No deja de resultar curioso lo “sabios” que eran por entonces los españoles. Sabedores del origen de las cosas y la fortuna. Y es que fue construida merced a una subida de impuestos. De ahí que el día en que fue inaugurada colgaran en ella un letrero en el que podía leerse: «Deo volente, rege survente et populo contribuente, se hizo esta fuente», es decir «Dios lo quiso, el rey lo mandó y el pueblo lo pagó».
Como tantas estatuas o fuentes, su emplazamiento fue más que discutido, y vivió su propio éxodo. Su enclave original fue la plaza de Antón Martín, razón por la cual fue conocida inicialmente como fuente de Antón Martín. Con el paso de los años y debido a su mal estado -y a que estorbaba al creciente tráfico en la plazuela-, fue desmantelada en 1880. El nueve de septiembre de 1907 se decidió reconstruirla, para lo que fue necesario usar 68 sillares del desaparecido cuartel de San Gil. La obra se encomendó al escultor Ángel García, que introdujo, de manera un tanto poco afortunada, algunas variaciones poco ortodoxas durante su instalación en el parque del Oeste.
Su peregrinar no acabó allí, en el año 1941, fue trasladada al barrio de Justicia, en los jardines que rodean el antiguo Real Hospicio de San Fernando –otra obra de Pedro de Ribera–, donde luego se instaló el Museo de Historia de Madrid.
El monumento consiste en un pilón en la base con forma de trébol de cuatro lóbulos, sobre el que descansan cuatro delfines. De sus bocas emergen chorros de agua. Por encima de los delfines hay varios adornos, de los que destacan las figuras de cuatro niños o ángeles que sostienen sendas conchas sobre sus cabezas. Entre los adornos está el escudo de Madrid, con el Oso y el Madroño.
Sobre todo lo anterior se erige la figura de una victoria alada que representa la Fama, soplando una trompeta. De ella se dice que simboliza que, a pesar del triunfo, la fama no perdura. Por tanto, se impone disfrutar del momento. Es decir, Carpe diem.
Hoy en día, todos los que pasan a su lado valoran la antigüedad y la factura churrigueresca y recargada del monumento. Pero no siempre fue así. El político Pascual Madoz, allá por el XIX, calificó a los delfines de “grandotes”, o a los niños que se cobijan en conchas y las hornacinas con floreros de “trivialidades y ridiculeces” que terminaban con la figura de una fama. Parecida impresión -negativa, obviamente-, le produjo a Fernández de los Ríos, quien afirmó que Ribera parecía dibujar los monumentos “apretando un borrón de tinta entre dos papeles”. Todos ellos, en definitiva, estaban de acuerdo en que debía conservarse para la historia del arte, como ejemplo de mal gusto. Hoy en día, a buen seguro que pocos se atreven a enjuiciar con esa severidad ese resto pétreo de la historia de Madrid.
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