Gastronomía
Navidades de entrada y salida: Las Esparteras y la ley del asfalto
En Navidad se convierte en un escenario muy distinto. Los mazapanes mandan, junto al vino y los asados para llevar
La Navidad en Madrid no empieza en las avenidas engalanadas ni en las colas interminables de las tiendas donde se vende ilusión a precio de lujo. Empieza en la carretera, cuando uno cruza la frontera emocional que separa la ciudad del resto del mundo. Ese instante en que Madrid te expulsa o te acepta de nuevo. Y justo ahí aparece Las Esparteras, territorio donde el asfalto se mezcla con la tradición y donde Raúl y Carlos, los dueños, sostienen con oficio un bar de carretera que funcionaría igual aunque se desplomasen los satélites.
Son expertos en leer al viajero. Saben cuándo llega el madrileño que huye de la ciudad con un suspiro de alivio y cuándo entra el que regresa derrotado tras un fin de semana familiar. Ese radar no se aprende en escuelas de hostelería. Se adquiere con miles de cafés servidos, cientos de bandejas de asado entregadas y ese dominio natural de la barra donde la palabra pesa menos que la puntualidad del plato.
En diciembre, Las Esparteras se convierte en un escenario navideño muy distinto al de los centros comerciales. Aquí la tradición no se viste de escaparate. Se coloca en vitrinas y estantes con absoluta naturalidad.
Los mazapanes de Toledo mandan, como debe ser. Raúl los sabe colocar en el punto exacto en el que el viajero, que iba a por un simple café, acaba recordando que en alguna casa le esperan con el dulce que Toledo convirtió en bandera. Junto a ellos, la selección de vinos del local es una declaración de principios. Nada de pretensiones. Tintos y blancos que se beben con convicción y sin florituras, pensados para acompañar el trayecto y, sobre todo, para llevarse. Porque aquí, más que en ningún otro sitio, el vino se compra para viajar. Entra por la vista, se decide por impulso y se paga con la sensación de haber tomado la decisión correcta.
Y si el vino es el alma del equipaje navideño, los asados para llevar son el sistema de supervivencia del viajero. Las Esparteras domina esa logística que salva a más de una familia. Cuartos de cordero que huelen a celebración seria, pollos que resuelven comidas sin drama y cochinillos que viajan hacia Madrid o Castilla como si fuesen embajadores gastronómicos. Carlos sabe que en estas fechas la gente no compra por necesidad, sino por convicción. Quieren llevarse algo que huela a hogar aunque todavía estén a cincuenta kilómetros de él. Y ellos lo facilitan con ese instinto infalible del hostelero que entiende que la carretera no concede margen para discursos.
La grandeza del lugar reside en su exactitud. Nada sobra. Nada falta. Las Esparteras es frontera y refugio. El punto donde uno se permite un vino antes de llegar, o después de salir, porque diciembre libera al viajero de culpas y le concede permiso para celebrar incluso en un área de servicio. Raúl y Carlos mantienen el lugar con una mezcla de rigor y desenfado que explica por qué tantos madrileños lo consideran una parada obligatoria. No buscan épica. Ofrecen eficacia. Y en Navidad, esa eficacia es casi una bendición.
Mientras Madrid ruge con su hiperactividad festiva, aquí se vive otra Navidad. La del viajero que compra mazapán sin pensarlo, que mete dos botellas de vino en el asiento de atrás, que recoge un asado para salvar una comida y que respira un segundo antes de regresar al ruido.
La Navidad también se celebra en movimiento. Y en Las Esparteras se celebra con un estilo que Madrid, en su caos luminoso, rara vez consigue igualar.