Laboratorio de la Historia
Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito del rey Alfonso XIII y de la reina Victoria Eugenia, fue el legítimo heredero de la Corona de España durante 26 años consecutivos, desde su mismo nacimiento, en mayo de 1907, hasta su renuncia efectuada en junio de 1933. Curiosamente, su padre le hizo renunciar al trono no por ser hemofílico, sino por haber contraído matrimonio morganático con la cubana Edelmira Sampedro, que no era de estirpe regia, lo cual era mucho más discutible que su enfermedad como argumento para despojarle para siempre de sus derechos sucesorios.
Hermano mayor de don Juan de Borbón y tío de Juan Carlos I, el príncipe de Asturias ha sido siempre uno de los grandes preteridos de la Familia Real española, pese a la trascendencia de su título. Pasó con infinita más pena que gloria por este mundo, donde vivió treinta y un años para ser exactos. Ni siquiera su trágica muerte, tras un leve accidente de automóvil acaecido tras tomar unas copas con una cigarrera de un club nocturno de Miami, en septiembre de 1938, mientras España se hallaba enzarzada en una inhumana guerra fratricida, sirvió para que algún historiador acometiese su biografía.
Entre algodones
Nacido el 10 de mayo de 1907, en el Palacio Real de Madrid, Alfonso de Borbón y Battenberg colmó en un principio las esperanzas dinásticas de su padre, como primogénito suyo que era. Alfonso XIII se apresuró a dispensar todo tipo de honores y distinciones a su legítimo heredero, sin ser consciente aún del horrible maleficio que se cernía sobre él. Sólo cuando los médicos operaron de fimosis al recién nacido, clamaron al Cielo tras constatar que era hemofílico. La hemofilia era entonces una enfermedad gravísima, pues quien la padecía corría el riesgo de desangrarse a la menor herida. Incluso el golpe más liviano podía desatar una hemorragia interna y provocar una muerte agónica.
Alfonso creció así entre algodones, apartado de los juegos y correrías propias de su edad, ante el temor de que pudiera lastimarse sin remedio. Pero aun así, su padre hizo ver con gestos externos que su primogénito era un heredero sano y, como tal, perfectamente válido para ceñir en un futuro la Corona de España. Nada más bautizarle, le otorgó así el Toisón de Oro, la más alta condecoración de los Borbones de España, junto a la placa de la Cruz de la Victoria, la misma que esgrimió don Pelayo por los riscos de Covadonga. Cuando Alfonso cumplió trece años, el monarca celebró con solemnidad su jura de bandera como soldado del Regimiento Inmemorial del Rey, dirigiéndole en público su primer discurso como heredero: «Hoy recibes –le advirtió Alfonso XIII– el honor más grande a que puede aspirar un español. Como príncipe de Asturias ofreces tu vida y prometes cumplir tu deber, perdiendo tu libertad individual para hacer una España grande y fuerte». El rey optó así por colocarse una venda en los ojos, tratando de ignorar el cúmulo de desgracias que asolaban a los suyos. Ni siquiera quiso reparar, mientras reinó, en la otra grave limitación que incapacitaba a su segundogénito, el infante sordomudo don Jaime, haciendo recaer en él su representación pública tras la grave dolencia de su hermano mayor. Solo cuando Alfonso XIII se vio en el penoso exilio, hizo renunciar a sus dos hijos mayores con sendas cartas, rubricadas por éstos sin notario presente que diese fe del acto, de modo que los derechos sucesorios recayesen en el tercero de sus hijos varones, el infante don Juan, desde entonces príncipe de Asturias. Pero el peor destierro de Alfonso de Borbón y Battenberg no fue el físico, alejado sin remedio de su patria, sino el moral, que le condenóa padecer el desprecio de su propio padre, el cual ni siquiera se dignó a despedirse de él en su lecho de muerte. Verlo para creerlo.
Los dos únicos «delitos» cometidos por el infortunado príncipe habían sido desposarse con una «plebeya» y hacer valer luego sus derechos sucesorios, retractándose de su renuncia. Su padre jamás se los perdonó. Redujo en dos tercios la pensión a su primogénito –de 15.000 a solo 5.000 francos– al poco de su boda, en contraste con su exilio a cuerpo de rey, permaneciendo impasible en Roma mientras el desdichado agonizaba abandonado por los suyos en el hospital Gerland de Miami. Solo su madre, la reina Victoria Eugenia, intentó en vano despedirse de su hijo. Llegó tarde a Miami, cuando el infeliz ya había fallecido. Una muerte cruel, como lo fue su propia vida.
Grave imprudencia
Ninguna culpa tuvo el infausto príncipe de Asturias de nacer hemofílico. Tampoco su madre, la reina Victoria Eugenia, fue responsable única de su desgracia. Alfonso XIII sabía perfectamente el grave riesgo que corría la salud de la Familia Real española si se desposaba con Ena, como al final hizo, desoyendo los consejos de sus familiares directos, incluido el de su propia madre, la reina María Cristina. El monarca decidió llevar así hasta el altar a la mujer de su vida, sin importarle que fuese portadora del gen de la hemofilia, el cual transmitían las mujeres y padecían los varones. Las consecuencias de su temeridad fueron calamitosas: dos de sus hijos, Alfonso y Gonzalo, nacieron hemofílicos. Ambos perecieron en sendos accidentes de automóvil a los que hubiera sobrevivido una persona sana casi con toda seguridad; pero a ellos les bastó con recibir un golpe leve en el estómago para morir desangrados.