Julio de 1936
En las memorias inéditas del teniente general Manuel Díez-Alegría que utilicé para hacer su biografía, quedan muy claras las razones políticas que perturbaban a los militares y fueron inclinándoles hacía la sublevación contra la segunda República de julio de 1936.
En general podíamos decir que, al igual que en la primera República, la segunda fue acogida con disciplina y sin excesiva oposición por parte de los militares. Aunque don Manuel Azaña les resultaba bastante antipático, muchos reconocieron el cierto éxito de algunas de las medidas en la que basó su política militar, sobre todo en el tema de la adecuación racional del cuerpo de oficiales a las necesidades reales del Ejército.
Pero según se fue desarrollando políticamente el régimen, la oposición en los cuarteles se fue haciendo cada vez más patente, sobre todo a partir de las revoluciones de 1934 en Asturias, Barcelona y otras ciudades, debido a tres problemas fundamentales. En primer lugar, el deterioro del orden público, unido a la especial saña contra la Iglesia Católica. La pasividad de las autoridades ante los desmanes producidos por los revolucionarios, incendiando iglesias y conventos, irritaba profundamente a los militares. A esto había que añadir los numerosos incidentes protagonizados por civiles contra militares, sin que hubiera interés en reprimirlos. Muchos militares consideraban que, incluso, eran alentados por las autoridades políticas.
El segundo motivo de preocupación era los conatos separatistas que venían de Cataluña con el Estatuto de Autonomía y la exaltación del presidente del gobierno provisional catalán Francisco Maciá, por cierto, teniente coronel de Ingenieros retirado. Desde el desastre del 98, los militares habían desarrollado una especial sensibilidad sobre la cuestión separatista, especialmente la catalana, puesta de manifiesto durante el primer tercio del siglo XX.
Por último, un tercer problema preocupaba especialmente a los militares a los pocos años de inaugurar la experiencia republicana en España; la división política, radical en algunos casos, en el propio seno de las Fuerzas Armadas y, sobre todo, las faltas de indisciplina que comenzaban a observarse en algunos cuarteles. Esto era especialmente sensible para la mentalidad militar porque se trata de disolver el lazo fundamental entre los mandos y los subordinados, convirtiendo a un ejército en banda armada. La sombra de la tropa y los mandos subalternos del Ejército Bolchevique volviéndose contra sus jefes naturales, planeaba sobre las conciencias de los militares españoles que oían frecuentemente por la calle los gritos de “Viva Rusia”.
El asesinato del alférez Reyes
En este ambiente se produce el asesinato del alférez de la Guardia Civil Anastasio de los Reyes. Según el teniente general Manuel Díez-Alegría este homicidio fue el toque definitivo para que los militares silentes, no involucrados hasta ahora en el movimiento conspiratorio contra el régimen, decidieran unirse a él.
El 14 de julio de 1936, el alférez Reyes, de paisano, asistía en la tribuna presidencial a la conmemoración de quinto aniversario de la República. Al paso de cuatro compañías de la Guardia Civil, parte del público comenzó a increpar a la benemérita, coreando la consigna “U.H.P” (Uníos Hermanos Proletarios) que los mineros asturianos hicieron famosa en la revolución de 1934. Al reprochar su actitud a los revoltosos, De los Reyes recibió, por respuesta, un disparo por la espalda que acabó con su vida. A los dos días, se celebró el entierro que, en palabras de Díez-Alegría constituyó una auténtica “manifestación casi sediciosa”. Las autoridades del frente popular trataron de impedir, a toda costa, la publicidad del sepelio, censurando la esquela que se pretendía publicar en el ABC. Pero los mandos directos del Alférez asesinado y algunos compañeros se hicieron con el cadáver de Reyes y a hombros lo llevaron hasta el cementerio. Cuando se corrió la voz, numerosos militares, de uniforme y de paisano, se unieron a la comitiva, entre ellos el general Cabanellas, desencantado ya del régimen republicano, como muchos otros militares. También acudió el general Julio Mena, subsecretario del Ministerio de la Guerra, que sería juzgado y apartado del Ejército, por no sumarse a la sublevación, pocos meses después.
La comitiva partió de un cuartel de la Guardia Civil que, en aquella época estaba instalado en los llamados Altos del Hipódromo, en el magnífico edificio que hoy comparten el Museo de Ciencias Naturales y la Escuela Superior de Ingenieros Industriales. Al poco de iniciarse el traslado del féretro, comenzaron los incidentes en el Paseo de la Castellana, Recoletos y Plaza de la Independencia, siendo los más graves los producidos en la Plaza de Manuel Becerra, donde una compañía de guardias de Asalto, al mando del miembro de la Unión de Militares Republicanos Antifascistas, teniente José del Castillo disparó contra la comitiva. Aquí murieron tres personas, entre ellas el joven falangista Andrés Sáenz de Heredia, primo de José Antonio Primo de Rivera. El computo total fue de 32 heridos y 5 fallecidos.
El plano inclinado hacia el conflicto bélico era ya inevitable. En palabras del general Díez-Alegría, “En aquel momento, la única salida era ya el golpe de estado o la revolución”. Porque muchos militares se sumaron al golpe al intuir un inminente proceso revolucionario de izquierdas.