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Philip Roth o el desprestigio del Premio Nobel

Murió en Manhattan a los 85 años, pero antes nos dejó su bendita escritura contra la vieja panoplia de puritanos prejuicios. Literariamente lo ganó todo, menos el premio de la Academia Sueca, para sofoco de ésta

El escritor estadounidense Philip Roth / Reuters
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Murió en Manhattan a los 85 años, pero antes nos dejó su bendita escritura contra la vieja panoplia de puritanos prejuicios. Literariamente lo ganó todo, menos el premio de la Academia Sueca, para sofoco de ésta

Hoy, a Philip Roth, poderoso narrador del corazón humano y sus derrapes lúbricos, lo habrían condenado a mazmorras. Por libérrimo. Por tóxico. Por enemigo del sentimentalismo. Por bucear en pasiones alérgicas al tabú. Por escribir contra la vieja panoplia de puritanos prejuicios que asoma sus sucios dientes con renovado azufre. Murió en Manhattan, con 85 años, muy cerca de la Newark, Nueva Jersey, donde también nacieron Allen Ginsberg, Ray Liotta, Paul Auster, Jerry Lewis, Wayne Shorter, Stephen Crane, Ice T, Brian de Palma y Paul Simon. Judío, sí, hijo de inmigrantes procedentes de Lviv y Galicia. De haber permanecido en Europa posiblemente no habrían sobrevivido a las masacres apadrinadas por Hitler y Stalin. Establecidos en el barrio de Weequahic, los Roth tampoco fueron inmunes al antisemitismo que impregnaba aquellas comunidades.

Autor de 31 novelas, Roth fue, con Norman Mailer, el hombre que hablaba de sí mismo para dialogar con todo un país. Aunque en su caso suplía las pluscuamperfectas supuraciones del ego maileriano con una acidez marca de la casa. Tuvo un primer éxito crítico con su debut literario, los relatos de «Goodbye, Columbus», que le reportó el National Book Award en 1960, pero no fue hasta «El lamento de Portnoy», del 69, que salta la banca y conquista al público. Un alegato en primera persona, cómico, eléctrico, onanista y sangrante, en el que el autor/narrador habla de la represión sexual y de unas obsesiones, fragilidades y miedos que eran patrimonio de la educación emocional de muchos de sus lectores. De ahí en adelante, consagrado, seguirán una serie de libros que, siendo magníficos, no nos habían preparado para la monumental sucesión de joyas que entrega a partir de «Operación Shylock» (1993) y «El teatro del Sabbath», del 95. Por supuesto con «Pastoral americana» (1997), «Me casé con un comunista» (1998) y «La mancha humana» (2000), así como con la espeluznante ucronía de «La conjura contra América» (2004) en la que especulaba con la posibilidad de que el nazi Charles Lindberg hubiera logrado primero la nominación y posteriormente la Casa Blanca tras derrotar a Roosevelt en 1940, escribe uno de los más abrasadores retratos de nuestro tiempo. Unos EE UU en los que el auge puritano, la fascinación por el mal, los fuegos caníbales de la revolución, la sospecha contra la heterodoxia, el antisemitismo, los huevos venenosos del populismo y las diversas cazas de brujas recorren su tuétano hasta pudrirlo. Cuando doce años más tarde un Lindberg de nuestro tiempo, más gordo aunque igual de grosero, Donald Trump, ganó las elecciones, la gente volvió a comprar «La conjura»...

Hijo de la diáspora

De su condición de hijo de la diáspora y, por supuesto, de estadounidense muy consciente de los chispazos de grandeza y los fantasmales ecos que atormentan la psique del país, y de la incapacidad para someterse a los dicterios de la moralina adyacente, nace una obra desgrasada y rotunda. Esencial para entender los EE UU del último medio siglo. No debiera de sorprender entonces que cuando en 2006 el «New York Times» preguntó a más de un centenar de críticos y escritores por la mejor novela de los últimos 25 años Roth coleccionara más incursiones en la lista que ningún otro autor. «Si hubiéramos preguntado por el mejor escritor de ficción en los últimos 25 años», escribió A.O. Scott, «[Roth habría ganado], con siete libros diferentes acumulando un total de 21 votos». Scott también explicaba que el Roth elegiaco, el que conjura de forma magistral el paisaje de unas ciudades y un mundo perdidos, la América de los 40 y 50, parecía sobresalir en la elección de sus pares respecto al Roth más espinoso. Como Toni Morrison, como Don DeLillo, como John Updike, Raymond Carver y Cormac McCarthy, había nacido en los años 30. Sus Estados Unidos conocerán los estragos de la II Guerra Mundial, la edad dorada de la posguerra, el nacimiento de la América suburbana, el McCarthysmo, la lucha por los derechos civiles, las convulsiones de la guerra en Vietnam, el desencanto de los setenta y la depauperación de los centros urbanos y etc. De todo ello, y de las guerras culturales, y del sexo entendido como dinamo vital y última salvaguarda ante la muerte, fue acerado testigo, empático amanuense, minucioso notario. Sus fulgurantes y melancólicas reflexiones sobre la muerte, sus personajes en claroscuro, su inteligencia, su visceralidad, su asombroso don para explicar sin dogmas la argamasa del hombre y esas cuatro o cinco cuestiones esenciales que lo acompañan, hacen de Roth digno heredero del otro gran Roth de las letras americanas, aquel inolvidable Henry que se carteaba con un extinto Lower East Side judío desde una caravana en el desierto. Que no recibiera el Nobel, nota marginal, contribuye al descrédito de un premio que a menudo desprecia a los auténticamente grandes.