Opinión
Aquellas mujeres
En vísperas del Día de la Mujer, cuando las mujeres, por iniciativa de los movimientos feministas, se disponen a hacer huelga para reivindicar sus derechos y su dignidad, me remonto a aquellas mujeres de mi infancia. Mujeres enlutadas, las mayores con la saya hasta los pies, el delantal, la toquilla, las humildes zapatillas y el pañuelo en la cabeza, sin que hubieran tenido, la mayoría, en toda su arrastrada vida, la oportunidad de pisar una peluquería, ir de vacaciones o ver el mar. Mujeres campesinas, silenciosas e insatisfechas, estériles a la fuerza u obligadas a parir hijos, los que Dios quisiera, y a realizar todas las tareas domésticas: limpiar la casa, lavar la ropa en el lavadero o en el río, acarrear agua de la fuente, cuidar los animales, encargarse de los abuelos y de los hijos, hacer la comida y ayudar en las tareas del campo. Nadie les dio nunca las gracias, ni recibieron subsidio ni pensión. Y no se les pasó por la cabeza hacer huelga ni pedir el divorcio, que estaba prohibido. Nunca se ha valorado la esencial aportación de aquellas mujeres al mantenimiento material y espiritual de la familia y a sacar a España adelante en los difíciles años de la posguerra. En los breves ratos de distracción con las otras vecinas en un abrigo de la calle o en el carasol de las herrañes trabajaban con el huso y la rueca la lana de las ovejas, que ellas mismas habían lavado y cardado, y tejían jerséis, calcetines o bufandas. Siempre con el cesto de la costura a mano. Hasta en los trasnochos del inclemente invierno a la luz de un carburo o un farol pagados a escote. Sólo el domingo tenían la oportunidad de vestirse la blusa nueva, acudir a misa con el velo en la cabeza, y acaso jugar por la tarde una partida a la brisca con las vecinas. Mi propósito, en el Día Internacional de la Mujer, es, como digo, honrar a todas las mujeres campesinas, que sufrieron la guerra y la dura posguerra en silencio, sin ninguna recompensa más que el amor de los suyos y la cercanía de los vecinos. Y de paso homenajear a todas las mujeres, jóvenes y viejas, que, por necesidad o por libre elección, siguen en los pueblos, como últimos testigos del final de una época. Son las depositarias de lo que queda de esperanza, de renovación y de reconocible en los pueblos. En fin, por si no hubiera razones de sobra para el agradecimiento, he de confesar que lo más imprescindible del relato de mi vida ha sido escrito por mujeres.
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