Opinión

Con Mario Vargas Llosa

Hace tiempo que no veo, aunque siempre procuro leerle, a Mario Vargas Llosa. En algunas cosas casi coincidimos, en la probable fecha de nacimiento y en las que nos permitieron una relación distante, aunque afectiva. Carlos Barral me invitó a formar parte de aquel mencionado comité de lectura en sus memorias. Nos reuníamos quincenalmente lectores diversos en edades y formación. Normalmente, a la salida, me confiaba que la experiencia de este comité que funcionaba como en las mejores editoriales europeas le salía demasiado caro y, tal vez, resultara poco eficaz. Cada uno de los partícipes leía los libros, en las diversas lenguas que conocía y elaboraba informes por escrito que se debatirían en aquellas sesiones en las que aprendí mucho, intervenciones en las que se evitaban exhibicionismos culturales y trataban de ser atractivas, porque no faltaban ni ingenio ni humor. Pero los libros más conflictivos, españoles e hispanoamericanos, se debatían en secreto en un pequeño sanedrín, cuyas cabezas rectoras eran las de Barral y Castellet. En aquellos pasillos alguien me presentó a un joven escritor peruano que había ganado el Premio Biblioteca Breve 1963 (sería, pues, poco antes de que se publicara «La ciudad y los perros») y recuerdo que Carlos despotricó contra las dificultades de su siempre enemiga censura. MVLl era entonces un joven callado, serio, con un bigotito a lo latinoamericano recortado, algo distante.

Tuvimos otro importante punto de coincidencia: la inevitable y pronto poderosa amiga Carmen Balcells. No viene al caso contar ahora cómo ella le rescató para la literatura y los años en los que Barcelona pasó a convertirse en faro de las inquietudes de los escritores latinoamericanos. A mí me hizo firmar también un contrato de representación que sólo cumplí en ocasiones, aunque resultó decisivo en la edición de alguno de mis libros. MVLl se instaló en Barcelona y entabló una seria amistad con Gabriel García Márquez. Pero habría logrado antes un premio de cuentos que se otorgaba en la ciudad, el Leopoldo Alas, con «Los jefes», en 1959. Durante su estancia no le frecuenté con asiduidad. Su círculo quedaba próximo al «Boccaccio» de Regás, aunque mantuvimos siempre una cordial relación. En alguna ocasión fui invitado a compartir manteles en su casa cuando ya conocía a Patricia. Y para la colección RTVE, de cuyas portadas no soy responsable, que dirigí en la editorial Salvat, redacté un amplio prólogo (hasta completar las páginas requeridas) a «Los cachorros», que había publicado Esther Tusquets en su editorial en 1967. Desde «Destino», «La Vaguardia» y «El Periódico», donde ejercí la crítica literaria en Barcelona, fui ocupándome de sus libros, así como más tarde en la prensa madrileña. En sus comienzos era más revolucionario que yo mismo. En las memorias de Alfredo Bryce Echenique puede descubrirse una anécdota parisina muy reveladora. Pero, al respecto, recuerdo bien un encuentro en Madrid, a raíz de la presentación anual de «El Libro del año», que dirigía para Salvat, donde MVLl me comentó su intención de presentarse a la candidatura presidencial peruana. Me llevó aparte y, tras anunciármelo, se interesó por mi opinión. Se había producido una considerable transformación ideológica en el maestro peruano a raíz de sus diferencias con Cuba. Le aconsejé que abandonara el proyecto, pero se sentía en la obligación de rescatar aquel Perú que nunca ha abandonado. Creía –y así se lo dije– que hacía y haría mucho más con su labor creativa. En sus memorias puede el lector interesado descubrir aquel esfuerzo. Pero MVLl nunca abandonó sus inquietudes políticas que hoy van más allá de América Latina. Carmen Balcells nos emparejó en alguna ocasión. Y, en Madrid, convocado por Luis María Anson como jurado del Premio Mariano de Cavia, del periódico «ABC» (auténtico, como prefiere calificarlo) pulsé el botón del ascensor del hotel Palace y, al detenerse la cabina en mi piso, allí estaba MVLl. Ignoraba entonces que formara parte del jurado.

Coincidimos en otras oportunidades, pero en 1992, a raíz del Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, reuní a una serie de escritores hoy ya mítica, desde Octavio Paz a Bioy Casares, de Nelida Piñon a Alfredo Bryce. De las cuestiones logísticas se encargó, claro está, Carmen Balcells. Mi idea, que Carmen compartía, era reunir en una de estas sesiones a Mario y a Gabriel García Márquez entonces enemistados. Barcelona hubiera podido ser el adecuado marco de reconciliación, pero no fue posible. Cuando en 2006 se inició la publicación de sus «Obras Completas» (ya incompletas) en la editorial Galaxia Gutemberg, Antoni Munné, responsable de las mismas, me rogó, a petición de MVLl, que prologara el volumen sexto, «Ensayos literarios, I», primero en aparecer, donde reeditaría su ensayo sobre García Márquez. Todo ya resulta historia personal y del postboom.