Opinión

Don Ángel

Cuando en un bar, en un restaurante o en unos grandes almacenes sus empleados se dirigen a mí concediéndome el grado de «caballero», siento vergüenza y desconcierto. No soy caballero porque no tengo caballo, y los pocos que he montado en mi vida han tenido la misma ocurrencia. Tirarme al suelo a las primeras de cambio. Ya lo narré. Viajaba hacia Andalucía y en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, creo recordar que entre Valdepeñas y Mudela, me detuve para descansar y tomar un café. El camarero, que carecía de sentido del humor, me preguntó: –¿Qué va a tomar el caballero?–; mi respuesta no le hizo gracia alguna: –el caballero, un café; mi escudero, la cerveza que esté más fría; y a mi caballo, si es usted tan amable, le sirve un cubo de agua del tiempo–. Me miró como si fuera un extraterrestre. El tratamiento de «caballero» está muy extendido en la hostelería para evitar el mucho más sencillo y lógico de «señor».

Caballero, y de alcurnia y grandeza, don Ángel, el que se ha ido de repente en Sevilla. La muerte es un problema de los vivos, pero morir en Sevilla en plena primavera es una mala jugada del destino. Ya estalló el azahar, ya florecen las buganvillas y ya apuntan las yemas del renuevo azul de los jacarandas. Y de golpe el gran sevillano, el centauro don Ángel Peralta, uno de los toreros a caballo más grandes que ha nacido de madre, fuerte y vitalista a sus 93 años, se ha marchado. Nació en las marismas del Guadalquivir, y además de jinete de cumbre alta –en todos los sentidos–, era un magnífico poeta. Hombre de roca, alto, fuerte y marismeño. Un dibujo entre los poemas de Fernando Villalón. Poemas, coplas y soleares que nacieron de su talento y el de su gran amigo Manuel Pareja Obregón: «En la distancia te sigo,/ y en la distancia te encuentro./ Porque te llevo tan dentro/ que es así como consigo/ tenerte siempre conmigo/ abrazada al sentimiento./ Te siento en cada momento/ alimentando ilusiones,/ y espero las ocasiones/ que muchas se lleva el viento». La tauromaquia culta, la torería sabia y la valentía y el arte sobre el caballo. También ha sido un gran rejoneador su hermano Rafael, padre de poeta. Don Ángel, más austero y sereno, y don Rafael, más vibrante y contagioso.

Se habla mucho del cabreo de Frank Sinatra por culpa de los amores de Ava Gardner con el inolvidable Luis Miguel Dominguín. Pero la gran pasión española de aquella mujer tan maravillosa como derrochadora de vida fue don Ángel Peralta, el Centauro de la Puebla del Río. Hijo de arte de don Álvaro Domecq, hermano de Álvaro, padre de Vidrié y abuelo de Hermoso de Mendoza. De la silla al campo, del campo al toro, del toro al guadarnés y del guadarnés al papel y la pluma. Siempre con el caballo, hasta que decidió borrar su figura de jinete antiguo ya cumplidos los 88 años. «A la Esperanza morena/ le rezó con señorío.../De su arte nació un río/ entre el albero y la arena.../más se murió con la pena/ de no lidiar a la muerte,/ pues su bravura es tan fuerte/ que sólo ante Dios se humilla./ Y anclado quedó en la orilla/ dormido en su última suerte».

En la plaza el artista a caballo. En el callejón, la presencia sabia. En la barrera, el crítico benévolo. En el hombre, el amigo. En la mujer, la turbación. En el campo, el todo sobre el todo. Retransmisiones en blanco y negro de mi infancia con la voz monótona y no siempre amable de Lozano Sevilla. En el rumbo más alto, siempre don Ángel. Tan alto, tan roquídeo, tan juncal y tan fuerte, que parecía inmortal. Entre sus piernas, un algo arqueadas de tanto caballo entre ellas, todo un mundo de pasos, trotes y galopes de arte. Pero ni por esas. También al gran caballero andaluz le sobrevino la muerte, sin avisar, cumplida la Semana Santa y con la Feria a las puertas. Cuando Sevilla se rompe en primavera, ya el azahar estallado, las buganvillas en flor y las yemas del renuevo azul de los jacarandas asomando sus melancolías.

Don Ángel Peralta. El Caballero.