Opinión
La universidad, en entredicho
El caso Cifuentes ha sembrado la duda acerca de las universidades españolas y de su capacidad para ofrecer unos servicios educativos de calidad, especialmente en lo que atañe a las titulaciones de postgrado. La endeblez de los procedimientos que, al parecer, se han establecido en la URJC, fruto de la cual emerge la posibilidad de que se hayan otorgado títulos inmerecidos a personas de renombre o, simplemente, a individuos que pagan las tasas correspondientes, sin que se hayan comprobado sus conocimientos, deriva en una descalificación que se ha extendido hacia todo el sector universitario.
De que tal apreciación es inmerecida en la mayoría de los centros universitarios no me cabe duda. Pero ello no obsta para que varios de los problemas de la universidad española se hayan visto reflejados en el caso de marras. Para empezar, convendría reconocer que el llamado plan Bolonia ha derivado en un caos de titulaciones difícil de justificar. Caos porque enseñanzas de similar contenido reciben nombres diferentes; caos porque hay un exceso de títulos que no se corresponden con ninguna referencia científica o profesional que vaya más allá de los intereses de sus promotores; caos, en fin, porque la multiplicidad de denominaciones supone una barrera a la movilidad entre las universidades, tanto para los estudiantes como para los docentes. Es en ese medio desordenado en el que es posible la emergencia de titulaciones como las que han dado lugar al caso Cifuentes.
Además, la universidad adolece de un burocratismo notable que, paradójicamente, se combina con una tendencia muy fuerte hacia la informalidad y la tolerancia con el incumplimiento de las normas establecidas. Empezando por la aceptación de que no les corran las convocatorias a los alumnos que no se presentan a los exámenes y acabando en las firmas de documentos por orden verbal, imposible de comprobar, muchas irregularidades caben en la gestión universitaria. Añádase a todo esto una muy ineficiente gestión de los recursos que la sociedad pone a disposición de las universidades de la que se han derivado graves problemas, como son el envejecimiento del profesorado hasta el punto de que no está asegurado su relevo generacional, o el desincentivo de la investigación científica con el énfasis en las plantillas baratas. Baste decir al respecto que uno de los estudios más serios y documentados que se han publicado sobre este asunto, puso de relieve que una cuarta parte de los profesores universitarios no justifica su puesto de trabajo ni por las clases que no dictan, ni por la investigación que no hacen. La universidad no se merece el descrédito, pero ello no obsta para que sus problemas deban ser abordados con urgencia.
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