Opinión
El último vecino
El 23 de abril de 1979, hace ahora 39 años, murió, en el hospital de Soria, el último vecino de Sarnago. Aurelio, que así se llamaba, era el único hijo varón del tío Luis Sáez, un hombre intrépido que un día se embarcó para América donde amasó pronto una pequeña fortuna. Con ese dinero construyó una casa grande y encalada en el barrio de arriba. Le encargó la obra al «Patato» de Magaña, el mejor paretero de la comarca.
Fuera por la consanguinidad de sus padres o por lo que fuere, el hijo del tío Luis y la tía Mónica no fue precisamente una lumbrera, aunque tampoco salió falto. Aprendió en la escuela con esfuerzo a leer y escribir y las cuatro reglas, y cogió el garrote de pastor, el zurrón y la colodra. Siempre se me representa como un hombre tosco y desaliñado, de voz profunda y embrutecida, con zahones y una manta de cuadros al hombro, tocando la cuerna por las esquinas para sacar la cabrada al monte. Un personaje montuno, ni mal tipo ni bueno. Cuando llegó la repoblación forestal, se agarró al jornal de los pinos. ¿De qué iba a vivir si no? Resistió hasta el final. Un lunes desapacible de invierno acudió, envuelto en una manta, a la casa parroquial de San Pedro Manrique y se presentó a los dos curitas jóvenes recién llegados: «Soy el alcalde de Sarnago». Los curas alucinaron ante aquel tipo extraño. «Quedamos pocos», les informó. ¡Y tan pocos! Él, dos hermanos solterones y Tomás, el cartero, que aguantó hasta que dejó de llegar correspondencia al pueblo.
No tardó mucho en quedarse solo, alcalde de sí mismo. Resistió lo que pudo, hasta que la cirrosis lo destrozó por dentro. Debajo de la cama fue almacenando un rimero de botellas vacías. Una mañana acudieron a visitarlo los dos curas. La puerta de la casa estaba abierta. «¿Hay alguien ahí?», vocearon desde el portal. «¡Suba el que sea!», respondió una voz cavernosa. El Aurelio estaba en la cocina. «¿Hace un trago?», les invitó con un porrón mugriento de vino. Después les entregó la llave del cementerio. «Yo ¿para qué la quiero ya?», les dijo. Empeoró. La estancia en el hospital fue breve. Aurelio Sáez, el último vecino de Sarnago, murió a los 47 años el día de los comuneros. Nadie acudió a recoger su cadáver, que acabó en la sala de disección de la Facultad de Medicina. Así murió mi pueblo, cuando asomaba la primavera y apuntaba la democracia.
✕
Accede a tu cuenta para comentar