Opinión

La caída de los mejores

Adolfo Suárez fue un gran presidente del Gobierno. Protagonizó la Transición democrática, el consenso constitucional y la reconciliación entre los españoles. Y acabó como un perro callejero apaleado por todos. Leopoldo Calvo-Sotelo fue, aunque breve, un buen presidente del Gobierno, el más culto de todos los que han pasado por La Moncloa. Metió a España en la OTAN y acabó con el golpismo militar. Nadie se lo agradeció. El pueblo lo despreció en las urnas. Felipe González fue un gran presidente del Gobierno. Asentó la Monarquía parlamentaria, firmó la entrada en Europa y fortaleció las libertades públicas. Pero acabó de mala manera, atacado por todas partes, bajo la sombra negra de Filesa y los Gal, con los sindicatos haciéndole huelga general. José María Aznar fue un sólido presidente del Gobierno y acabó caricaturizado y despreciado, con el estigma de Irak y la foto de las Azores. Y después el olvido, convertido en un incordio hasta para los suyos.

Don Juan Carlos de Borbón no es una excepción. Ha sido, según todos los historiadores, un gran Rey, tan popular que toda España, sin ser monárquica, se hizo «juancarlista». Su reinado se compara con los de Felipe II y Carlos III. Nunca se salió de los límites constitucionales, pero tuvo que abdicar para salvar la Corona ante el despiadado acoso y las críticas inmisericordes por pequeñas flaquezas personales. Así acaban los mejores en España. El único presidente que se fue casi de rositas, sin ensañamiento de la crítica, fue José Luis R. Zapatero, con mucho el peor presidente que ha tenido España desde Franco. Ahora le toca el turno a Mariano Rajoy, un político tranquilo, bien equipado, magnífico parlamentario, con perfecto conocimiento de los engranajes administrativos.

No importa que bajo su mandado se haya hecho frente con razonable éxito a la más grave crisis económica. En su Presidencia ha ocurrido el final de ETA, se ha llevado a cabo el delicado relevo en la Jefatura del Estado, se ha impulsado el mayor ataque legislativo y judicial a la corrupción y se ha restablecido el orden constitucional en Cataluña. Es el político de la normalidad. Pues bien, todo esto no sirve de nada. Ha empezado el despiadado acoso y derribo contra el político gallego y contra su partido. Los sembradores de cizaña hacen horas extraordinarias. Es la historia de siempre: acabar con los mejores, a los que se exaltará el día de su funeral. Es la costumbre inveterada de los españoles. Como dice Ortega, «las gentes no suelen ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un poco tontas».