Opinión

¿Qué esperaban?

El zyklon B fue desarrollado y comercializado por IG Farben como pesticida. Nada más coherente, por tanto, que los nazis lo usaran para alimentar las cámaras de gas. En «Der ewige Jude» (El judío eterno), el documental auspiciado por Joseph Goebbels y dirigido por Fritz Hippler, los judíos lucían como una plaga. Homúnculos emparentados con los roedores, transmisores de patógenos y devoradores de los sagrados recursos nacionales. «Allí donde aparecen las ratas», decía el narrador, «traen la ruina al destruir los bienes y alimentos de la humanidad. Transmiten enfermedades, peste, lepra, fiebre tifoidea, cólera, disentería, etc. Son astutas, cobardes y crueles y suelen aparecer en grandes grupos (...) igual que los judíos entre los seres humanos».

78 años después del estreno de «Der ewige Jude» el Parlamento de una región europea eligió como presidente de su autonomía a un tipo, Quim Torra, que ha escrito cosas de este jaez: «Ahora miras a tu país y vuelves a ver hablar a las bestias. Pero son de otro tipo. Carroñeros, víboras, hienas. Bestias con forma humana, sin embargo, que destilan odio. Un odio perturbado, nauseabundo, como de dentadura postiza con moho, contra todo lo que representa la lengua». Hablaba de un viajero que en 2008 supuestamente protestó porque en un vuelo de Swiss la tripulación habló en catalán y, claro «la bestia, automáticamente, segregó en su boca agua rabiosa. Un hedor de cloaca salía de su asiento. Se removía, inquieta, desesperada, horrorizada por oír cuatro palabras en catalán. No tenía escapatoria. Un sudor mucoso, como de sapo resfriado, le manaba de las axilas». Con todo, lo peor no es que el nacionalismo catalán haya optado por un protonazi, sino los melodramáticos aspavientos de los finos equidistantes. Ellos, calentitos durante décadas bajo el aparato estatal de un nacionalismo que todo lo empapaba, ellos, felices de ignorar los escipientes románticos e irracionales de una ideología infecta, ellos, encantados de exhibir su neutralidad entre quienes concedían la orden del mérito constitucional a Jordi Pujol y el propio Pujol, convencido de que el hombre andaluz, «si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña. Introduciría en ella su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir, su falta de mentalidad». Empiezas por disculpar los arrebatos de un racista. Acabas con Torra en el palacio de la plaza de San Jaime.