Opinión

La boda menos regia de la historia

Tomemos nota porque fue una lección de estilo. Nada como los ingleses para organizar saraos casamenteros. Resultan envidiables. Lo bordan. La cosa viene de lejos. Desde que Wallis Simpson desmontó la monarquía tras enamorar al su-
puesto feble rey Eduardo VII, a quien le quito «er sentío». Sus contemporáneos decían que «era la única capaz de hacerle sentir algo», por eso dejó de reinar en Gran Bretaña y protagonizó una de las muchas historias enternecedoras de la corona británica. En ella no cabe el estafador engaño sufrido por Lady Di durante dos décadas mientras él se la pegaba con Camila Parker Bowles.

Recuerdo a Diana en sus dos primeras visitas españolas. Fueron a Palma y a la jubilosa Sevilla de la Expo 92. Presidió los fastos de las jornadas británicas. Estaba en su mejor momento, cuando las viperinas lenguas hicieron creer que nuestro Don Juan Carlos bebía los vientos por su desdeñadora esbeltez. Diana nos recibió con una pregunta desconcertante:

–¿Cuál de ustedes es de tal revista?, y añadió el nombre del medio más representativo de nues-
tro «cuore».

–Es que me ha llenado la habitación de rosas y quiero agradecerlo, y nos dejó aún más perplejos.

Con el Rey Juan Carlos hubo simpatía, ella se dejaba querer para encelar a su muy despegado esposo. Dieron pie a muchos comentarios, ya leyenda, que siempre hermosea lo amoroso. Fueron prólogo a lo que luego se aireó, esa relación tan secreta pero consentida durante años con Camila. Me parece de los más bellos y sacrificados romances del siglo XX. Es digno de Shakespeare.

Pero la fastuosidad que ayer revivió un soleado Windsor, todavía oliendo al azahar de Carlos y Camila, en nada evocará a aquello considerado, definido y hasta eternizado tal Romeo y Julieta. Los «royal» lo consideran una boda de segunda con gente de primera en la medida en que crecía el runrún achacando la ausencia del chismoso y trincador padre, que debía ser padrino, a que «en palacio no lo veían con buenos ojos» más que a su enfermedad. Pero el tiempo pondrá en su sitio incluso a la valorada, menospreciándola, como «la boda menos regia de la historia».

El morbo se centrará los días posteriores en los tres hermanos de Lady Di, uno que prácticamente vive diseñando caros muebles y de evocarla de cuando en cuando en alguna tele pasando por taquilla. Recuerdos a precio de oro y por eso repele a la familia real, pero sin que a la encorvada Isabel II se le descomponga un rizo ni conmueva sus siempre ajustadísimos tocados, bastantes demodé, que ha convertido en auténtico estilo, mientras al inglés medio le trae al fresco que la alianza esté hecha con oro de las casi extinguidas minas de Gales –buen recuerdo a un pasado añorado– o que el ramo –suele ser ramito redondo, sin colgajos, para no distraer del traje– lo compongan las aquí funerarias flores de mirto porque así lo instituyó, como otras tradiciones, la dura y enérgica reina Victoria, a quien llamaban «la malcasada» por su locura amorosa con el hermoso príncipe Alberto.