Opinión

Sollozo

Si algo me conmueve, que todavía estoy en disposición de conmoverme, es la visión de un hombre que solloza. El llanto de un hombre, y más si se trata de un personaje público, conmociona sobremanera. Y si el zollipo, el arroyo lacrimógeno, el plañido y la llorera rompen la serenidad de un dirigente populista que ha destacado por su incapacidad para solidarizarse con el dolor ajeno, la conmoción se eleva más arriba de los cirros y los estratos. El indiscutible dirigente de Podemos, el nuevo vecino de Galapagar, el macho alfa del odio recuperado, se ha desmoronado cuando ha sabido que los honores a un policía jubilado no pueden, por ley, serle revocados. Y ante esa terrible injusticia, el líder llora, acude al moquero, seca sus lágrimas en un pañuelo de Givenchy, y deja en ridículo a Guillermo Toledo, Alberto Sanjuán y Javier Bardem en sus aspavientos cómicos. «Llorar es de hombres», dijo Napoleón. «El llanto es el último recurso de los héroes decepcionados», sentenció Metternich. «El llanto mal llevado y peor traído, es un mero paseo por el ridículo», escribió Göethe. «Llorar sin causa, además de una ordinariez, es de chachas», sugirió Edgar Neville en su estapa más contestataria. La colaboración anímica con el sollozo siempre se ha llevado mal con la buena educación y la cultura. Un hombre destrozado por una tragedia, si pertenece a las esquinas de la dignidad, jamás rompe a llorar en público. Y menos aún, por una insignificancia. Hay que analizar, con mucho respeto y medida, el motivo del llanto del hacendado Iglesias.

A Iglesias, las posibles y no demostradas víctimas de un policía del franquismo le importan lo que a mí – y me cuesta reconocerlo–, la calidad de la cosecha de guindas en el suroeste del Senegal. ¿Qué motivó el gimoteo público de Pablo Iglesias? Creo que el deterioro del césped de su chalé en La Navata. Pocas cosas hieren más a un propietario de chalé, que la inicial alopecia de su césped. No es barato sustituirlo por una replantación. Una praderilla de cien metros cuadrados no supone un agotador desembolso dinerario. Pero dos mil metros son dos mil metros, y más aún, si hay piscina. En ese caso, las inevitables calvas, la colonización de las malas hierbas sobre el «grass» británico o el trébol entremezclado, exigen una renovación inmediata del césped chaletero. Y no es barata la renovación. En tal caso, un hombre, el más hombre de todos los hombres, puede aprovechar cualquier situación o circunstancia para desahogar la angustia del ánimo con el arroyo salado de las lágrimas. «El río salado de las despedidas», según el genial poeta latino, creador de la metáfora, Virgilio.

Este mes de mayo que culmina y muere, ha sido un mayo –al menos en Madrid–, lluvioso y marcero. En ese aspecto, la pareja del chalé infravalorado no puede quejarse. El agua estancada de la piscina durante el invierno, es casa y refugio de toda suerte de batracios. Pero el sol y el calor llegarán. Y cuando se presenten con toda su soberbia de estío, habrá que desaguar la piscina, condenar a una muerte segura a los simpáticos batracios, renovar el agua y poner en funcionamiento el motor de la depuradora. Y no se me olvida el cloro. Y toda esa transformación y dibujo nuevo que salta del agua sepia al azul cristalino, cuesta un congo. ¿No será ése, y no otro, el motivo del derrumbamiento anímico del residenciado navateño con extendida parcela? ¿Acaso no ha pensado en el hiriente desembolso que exige la hermosura multicolor de las flores estivales? Para mí, que este hombre lo está pasando fatal, aunque la compra de su chalé pueda ser calificada de auténtica ganga.

Lo que está descartado es que su llanto corresponda a unos posibles abusos cometidos cuarenta años atrás. Su abuelo, más años atrás todavía, no se comportó con humana cortesía con sus víctimas inocentes. Ese sollozo fue más de preocupación que de falsa solidaridad. No lo sé, el césped, la depuradora, la piscina, los nidos de los petirrojos o la ausencia de las ardillas.

Un chalé ofrece excesivos pesares.