Opinión

El duro precio de aplicar el artículo 155

La sentencia del «caso Gürtel» por sí solo no habría acabado con el presidente Rajoy ahora. Ha sido ciertamente un hecho grave, sobre todo por algún comentario extemporáneo de la misma, que ha tenido una gran repercusión social y política, pero los nacionalistas catalanes, cuyo voto era imprescindible para que saliera adelante la moción de censura, no llegaban a esta sesión con las manos limpias precisamente. Ese no ha sido su argumento para apoyar a Pedro Sánchez. Basta con repasar el discurso de Tardá (ERC) para comprobarlo. El alegato de la corrupción se habría vuelto contra ellos. Tampoco el PNV, que acababa de pactar los presupuestos con el inquilino de la Moncloa, ha hecho hincapié en esa razón moral. Su decisión se ha fundado en cálculos prácticos y en el deseo de uncir su posición a la de sus colegas del soberanismo catalán. Unos y otros consideran que un Gobierno débil en Madrid, en manos de un PSOE débil, acostumbrado a jugar a equidistancias, puede favorecer sus pretensiones.

Hacía tiempo que destacados observadores apuntaban a que Rajoy caería por la crisis catalana. Su excesiva parsimonia, calificada de inmovilismo, y la falta de enérgicas decisiones políticas a tiempo

ha irritado a una parte de su propio electorado y ha merecido fuertes críticas en los medios de comunicación. La mayor parte de las miles de banderas españolas exhibidas en las ventanas tenían mucho de protesta contra él. Hasta el punto de que la «política catalana» del Gobierno aupó a Ciudadanos, a costa en gran manera del PP, primero en Cataluña y después en el resto de España. El presidente Rajoy ha comparecido ante esta moción de censura con las encuestas en cuarto menguante. Y, al mismo tiempo, su prudente intervención de la autonomía catalana, amparada en las resoluciones de la Justicia y especialmente del Tribunal Constitucional, para recuperar la legalidad, intentar restaurar la normalidad y la convivencia en esta importante comunidad autónoma, favorecer la recuperación económica y celebrar elecciones libres para salir del atolladero, ha merecido la animosidad manifiesta de los soberanistas y de la opinión pública catalana.

No fue fácil tomar la decisión de la aplicación por primera vez del artículo 155 de la Constitución para frenar la ilegal declaración unilateral de independencia en octubre de 2017, todo un reto al Estado de derecho. Para unos fue demasiado tarde y para otros, una temeridad. Rajoy se lo pensó seriamente. Las otras dos grandes fuerzas constitucionalistas –PSOE y Cs– apoyaron la decisión no sin titubeos y condiciones. Pedro Sánchez exigió que no se tocaran el modelo educativo ni los grandes medios públicos de comunicación, claramente volcados con la causa secesionista. Y Albert Rivera procuró sacar ventaja electoral de la medida, presentada como un éxito de su partido.

Con su aplicación sensata se ha comprobado que el artículo 155 es un instrumento constitucional útil para casos, como éste, de insurrección de una comunidad autónoma. Con su aplicación, cesó el Gobierno insurrecto, sus miembros quedaron en manos de la Justicia y se gestionó sin demasiado trastorno ni purgas ideológicas el día a día de la Generalitat. Aunque fuera de forma provisional, se recuperó la normalidad sin graves alteraciones. Los puntos claves fueron el control de la Seguridad y la gestión económica. Con el nuevo Gobierno encabezado por el polémico Joaquim Torra se ha mantenido la voluntad de diálogo, imposible hasta ahora, y la firmeza institucional hasta que el nuevo president ha nombrado un equipo viable de consejeros, libres de causas judiciales. Previsiblemente mañana mismo podrá levantarse la vigencia del 155, que era la condición del PNV para aprobar los presupuestos, dando así estabilidad al Gobierno de Rajoy e impidiendo las elecciones anticipadas.

Toda esta consagración de la normalidad política, que, entre otras cosas, favorecía la recuperación económica en marcha y la creación de empleo, ha saltado por los aires con la moción de censura. Los más felices con ella son, aparte de Podemos, que sigue instalado en la equidistancia y en el antiguo Frente Popular, los soberanistas catalanes y vascos, a los que Pedro Sánchez ha bailado el agua descaradamente en el Parlamento. Entramos así en un período que estará marcado por las turbulencias y la inestabilidad. En resumidas cuentas, la baza decisiva de la moción de censura no ha sido, en mi opinión, la corrupción sino la crisis de Cataluña.