Opinión

El ocaso de los dioses

Nunca he sido muy wagneriana por cuanto que me asalta el prejuicio de que a los judíos hacinados en los campos de concentración de Auschwitz –aquello era como una siniestra urbanización donde preparaban a las víctimas para su exterminio, donde no existía obesidad sino esqueletos vivientes por ausencia de alimentos–, los ambientaban por la megafonía con música de Wagner para ir situando en el tétrico final que les esperaba a los desgraciados condenados al gas. Sin embargo, «El ocaso de los dioses» es una ópera que me atrae, quizá por su dramático y hasta lúgubre contenido y por la innegable genialidad de su música.

«La caída de los dioses» es una película que vi cuando era demasiado joven y quizá demasiado pava, pero con aspiraciones intelectuales, lo cual es una mezcla no demasiado buena, pero lo que puedo recordar de ella me lleva a sensaciones wagnerianas, aunque nada tengan que ver las dos historias, si bien pudieran tocarse en algunos extremos, pero todo traído siempre por los pelos. La obra de Visconti la conocí con pocos años, ya digo; también recuerdo «El retrato de Dorian Gray», ambas protagonizadas por Helmut Berger, películas para la gloria, películas para siempre, por las que el tiempo no pasa.

La juventud es una enfermedad que se cura con los años, me repetía siempre el genio, y no hay nada más cierto. Que se lo digan a las divas, esa especie en vías de extinción cuyo gran exponente en España ha sido María Dolores Pradera, elegante mujer que llevó la canción iberoamericana hasta lo más alto y nos la hizo tararear a todas las edades, de cuyas letras extraemos frases que las hacemos tópicos como por ejemplo «déjame que te cuente limeño», cuando queremos iniciar el relato de algo con un punto de malicia que le pueda interesar al interlocutor; o bien el clásico «no se estila». Pero eso ya no les toca a nuestros hijos, porque no han vivido aquellos programas de televisión en blanco y negro por donde pasaban los grandes, como Raphael, Julio Iglesias, los Brincos, los Mustang... y la Pradera, aunque era mucho mayor que todos ellos, pero no importaba. Ella era intemporal. Muchos de ellos grabaron con la diva: era un honor para todos hacer duetos de las viejas canciones de siempre.

María Dolores Pradera fue sinónimo de elegancia y de finura. También de mal de amores: sobre ella se cernía la leyenda del desamor con Fernán Gómez. Nunca se le conoció otra pareja y vivió discreta y trabajando hasta muy avanzada edad. Siempre bella con su pelo color ceniza enlacado hacia atrás y discretamente maquillada, nada que ver con quienes se pretendían divas como Marujita Díaz o Sara Montiel, que para muchos lo fueron pero su aspecto de «ninot indultat» echaba a rodar su valía como artistas, si es que la tenían. He de reconocer que siendo niña Marujita me hacía sentir verdadera fascinación cuando la oía cantar «banderita tú eres roja, banderita tú eres gualda»; ya a esas edades me afloraba el patriotismo y me emocionaba semejante homenaje musical a la bandera de mi país. Estas dos últimas sí tuvieron un ocaso dramático, con affaires grotescos con gigolós cubanos; con físicos grotescos, llenos de pestañas postizas y maquillajes espesos. Justo el ejemplo de Dorian Gray cuando observa su retrato que ha envejecido y se ve convertido en un espectro ruinoso. María Dolores Pradera nunca envejeció porque siempre nos pareció mayor, nunca pretendió nada que no fuera auténtico. Por eso nos deja un recuerdo sereno y tranquilo. Como ella. Como sus canciones.