Opinión
Entre los cielos del Atacama
Esta ha sido una semana de indescriptible fantasía. Nuestras misiones intergalácticas agathistas nos han llevado a uno de los lugares más maravillosos que podríamos haber imaginado. En las antípodas del ensueño, así como en el otro extremo del planeta tierra –en el desierto de Atacama de Chile, concretamente– nos hemos dejado llevar por la aventura, por la romántica locura del explorador. En esas tierras nos hemos perdido, y posiblemente vuelto a encontrar. Entre rocas lunares y valles agrietados, interminables, garras sobre el horizonte, que se volvían púrpura con la bajada del sol... se esfumó nuestro concepto de la realidad. Si llegábamos como orgullosas conquistadoras arcoíris, volvimos enteramente distintas; la definición misma del arcoíris había cambiado. En aquellas expansivas tierras, llenas de minerales y asombros, perdimos también la noción del sueño. Todo se amalgamaba en colores.
Empezamos nuestra exploración de este nuevo y milagroso territorio por el llamado «Valle de la Luna» –sus acantilados de roca y arena te imperaban a la alerta, (eran el escenario perfecto para un ataque por Jabba el Hutt, sus cuevas sin duda llenas de espías). Nos adentramos con cuidado, intentando no llamar más atención de la necesaria hacia nuestras personas, encapuchadas y agathizadas. Parecía no haber vida alguna en aquellos valles arenosos, parecía estar desierto. Aquel valle engañaba con su extraterrestre tranquilidad. La sensación de no estar enteramente solos en aquel delirante lugar –cuyas rocas mismas crujían de excitación ante un visitante– nos acompañó todo el camino, mientras desafiábamos sus acantilados. Tras un arduo día de investigaciones y rastreos, solamente nos quedamos con nuestra absurda pequeñez. El horizonte se alzaba sobre las montañas, imponentes e intergalácticas.
De ahí cruzamos al próximo valle, el que ahora conocemos como el «Valle de Marte» –sus relieves rojizos resplandecían al sol como dientes de un ser ni siquiera imaginado. Habíamos dejado atrás el territorio jawa y nos alejábamos hacia algo incluso más extravagante. Las rocas cobraban colores marcianos, jugaban con tu mente, felices de cruzarse con la inocencia de un humanoide. Pronto el aire empezó a faltarnos, los caballos se pusieron nerviosos y algo se avecinaba sobre las nubes. Habría que salirse de aquellos cañones traicioneros para poder evaluar el perímetro. Más aún si se acercaba una tormenta... Quien sabe si sobreviviríamos la furiosa arena de este planeta alienígena. En un heroico momento de determinación forzada, nos lanzamos hacia las alturas.
La subida fue larga y dura, el aire que nos había faltado casi desaparecía por completo. El viento y el frío azotador te ponían de rodillas, y si no sabias lucharlo estabas perdido. Parecía que nunca llegaríamos; y que tampoco volveríamos a bajarnos de aquellas montañas, sus cordilleras nos devorarían, nos precipitarían hasta las profundidades del infierno. Casi perdimos la razón, en aquellas altura... Y de pronto –entre el mareo que se expandía en nuestra cabeza, el cansancio y la locura– vimos algo prodigioso. Por fin podríamos dar con una respuesta. A lo lejos se veían los reflejos de algún tipo de estación. Ajustamos nuestra ruta, despreocupándonos de la falta de oxígeno como pudimos. Laboriosamente, nos aproximamos a lo que parecían aparatos científicos y humanos. Resultaron ser el proyecto ALMA, un grupo internacional de astrónomos terrestres que se dedicaba a mirar las estrellas. Nos rescataron del frío y alimentaron, explicándonos el porqué de nuestro improbable entorno. No debíamos de alarmarnos si habíamos sentido una cierta certeza cósmica en el aire, el mal de altura podía causar todo tipo de delirios.
Entre radiotelescopios y reflectores, los científicos del ALMA nos reconfortaron con anécdotas de otros viajantes recién llegados que no habían terminado de creerse donde estaban. Muchos balbuceaban sobre vibraciones cósmicas antes de desmayarse por bajadas de tensión. La cosa era mucho más simple que todo aquello. Los andes disfrutaban de un prodigioso y envidiable lugar en la tierra, sus tierras alzadas sobre la atmósfera y un tanto más acordes con los movimientos del espacio. Nada por lo qué alarmarnos, un velo de aire nos mantenía aún en la tierra. Esa misma noche sacaron un telescopio de ultima generación, que recalibraba la posición de las estrellas cada enésimo segundo y nos hicieron mirar por él. Alfa Centauri, la estrella binar del momento, y su correspondiente, Omega Centauri, tejían toda una odisea galáctica como una telaraña sobre estrellas invisibles. Las constelaciones de escorpión y sagitario hacían batalla en los cielos. Saturno, con sus siete anillos, brillaba con una intensidad enloquecedora. Estos eran los verdaderos tesoros del Atacama.
El resto del planeta los habíamos olvidado; y con ellos la salvaje majestuosidad de la tierra y el poder de las estrellas. Los verdaderos alienígenas éramos nosotros. Nosotros que vivíamos tan alejados de la naturaleza y sin contacto con las estrellas.
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