Opinión
Los nombres
Josep Pla dice que los campesinos viven en una geografía bautizada. La primera diferencia entre un viejo campesino y un residente moderno en un pueblo, incluido el habitante de la eco-aldea, es que el primero conoce el nombre de los parajes, de los caminos, de los objetos y de los puntos más insignificantes, y el segundo, no. Una demostración del cambio experimentado por el mundo rural está en que los nuevos vecinos ya no saben siquiera cómo se llaman las lomas, cabezos y sierras que rodean el pueblo ni adónde conduce la vereda que divisan en el monte desde su ventana. Ignoran por completo la toponimia. No se han enterado de que cada pago tiene un nombre, con el que lo han conocido docenas de generaciones, y así consta en el catastro. Nombres pintorescos, curiosos, vulgares, preciosos... Los «nuevos campesinos», que viven en la ciudad y van al pueblo de paso y los turistas ocasionales andan por una geografía sin bautizar, por un lugar sin nombre. Y, por tanto, sin historia. Puede decirse que ser del pueblo significa conocer esos nombres.
La señal definitiva del final de la cultura rural ocurrirá cuando nadie, ni siquiera los residentes en el pueblo, conozca cómo se llaman los lugares que le rodean. Se habrá perdido definitivamente, cuando eso ocurra, la base del mutuo entendimiento, la contraseña de la pertenencia y de la propia identidad. La gente vivirá en el pueblo, pero sin ser del pueblo. Me parece que ya está pasando. La realidad extrae toda su razón de ser de algo tan convencional y mágico como es un nombre. Si te decían en el pueblo «te espero en la fuente del tío Eugenio», o «damos la primera mano a las perdices en las Cuerdas del Castillo», o «quedamos donde la majada de la tía Inés», tú sabías sin género de duda y sin necesidad de ningún GPS –un artilugio entonces inimaginable– cuál era el punto exacto de la cita y el camino para llegar. Todo estaba efectivamente bautizado, sin que quedara un paraje, una quiebra del terreno, un otero, un sendero, un pequeño manantial entre una junquera, un peñasco o una taina, del que no supiera todo el mundo su nombre. Los nombres hacían reconocible la geografía. Era la única manera de orientarse. No había, como indica Marc Badal, un espacio «natural» segregado de lo humano, porque «el conjunto del territorio formaba parte del hogar». Todo era reconocible.
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