Opinión

El Papa y mi santísima madre

La semana pasada, mi madre conoció al Papa Francisco. Supuestamente, este la bendijo y ha vuelto de Roma una persona cambiada –absuelta de culpa y penas, con su cupo de pecados rebajado otra vez al cero, y con ganas de creérselo–. Yo misma la veo radicalmente diferente de la madre que conocí la semana anterior. Deslumbrada por su recién descubierto fervor religioso, manifiesta todo tipo de fatalidades y apocalismos inesperados, nada característicos de reina del arcoíris que pensamos conocer. De repente ya nada le importa, nada menos el Santísimo Papa.

Me resultaría complicado explicaros con exactitud los mecanismos de esta experiencia transmutadora por la que ha pasado mi madre –ni ella misma los entiende– pero lo que está claro es que algo sobrenatural está en juego. Puede ser que el contacto tan directo con la divinidad papal la haya obnubilado, impregnándola de bizca misericordia bajo la cual está ahora decidida en reinventarse. Puede ser que, después de tantos meses de ascetismo y dietas, el primer plato de espaguetis se le haya subido a la cabeza. Difícilmente se sabrá, los razonamientos de mi madre son tan misteriosos como los de Dios mismo. Nadie sabe hasta dónde le llevará su nueva y repentina devoción.

Conocer al Papa le ha cambiado la vida –insiste en sentirse distinta, o por lo menos superior al resto de los mortales que aún no lo han conocido–. El aura divino, que se supone que acompaña a un Papa verdadero, acompaña al carismático argentino que actúa de intermediario entre la tierra y el cielo en estos momentos. Esperaba que fuera contagioso. Los cosquilleos de excitación que se expandían en las tripas de sus devotos congregados no eran ninguna tontería, no pudo resistirse. Ella jamás pensó conmoverse tanto con conocer al Santísimo Padre (fuera de quien fuera), ni mucho menos cambiarse enteramente de personalidad, pero así fue. El haberse colado delante de aquella delegación de monjitas ursulinas para ponerse en primera fila había sido su impulso más acertado en mucho tiempo, gracias a su innata picardía agathista fue de las primeras en obtener su expiación papal. Impecablemente vestida de duelo, con un vestido de seda negra, un tocado de corazón negro, un velo negro y un par de zapatos varias tallas más pequeños, se había interpretado minuciosamente para la función. Entendió perfectamente que esto de las culpas y absoluciones dependía íntimamente de las apariencias. Y que la penitencia se cumplía irreprochablemente sobre un par de tacones (incomodos). Dejándose el arcoíris en casa, se postró ante el nuevo Papa, dispuesta a abandonarse enteramente por seguir en su divina presencia para la eternidad.

La exaltación religiosa de mi madre –en la que hubiera renegado a las nubes, flores y estrellas por una vida de devota al servicio de Dios– vino como una pequeña sorpresa, otra más en el interminable mar de maravillas que constituye su psicología. Aunque al pensarlo con algo de cabeza también me acordé que esta nueva fascinación no venía enteramente de la nada. Recientemente mi madre se había visto la brillante serie televisiva The Young Pope con gran entusiasmo. Y es verdad que Jude Law convierte a cualquiera. El morbo del Vaticano había sido restaurado con mucha honra, y pronto hordas de señoras puma del mundo entero harían su peregrinaje a Roma para tirarse ante las delicadas zapatillas que tenían la suerte de calzar a los pies papales.

Antes de que Sorentino viniese a imponer sus fantasías eclesiásticas sobre la institución religiosa, ya tenía su indiscutible interés el asunto. Bajo aquellas exquisitas bóvedas e interminables bibliotecas vaticanas se esconden siglos de preeminencia y poder absoluto, el más absoluto que se ha llegado a tener sobre la tierra. El Vaticano no solo es un órgano de comunicación divina, sino que también ha sido uno de los principados más poderosos de la tierra durante siglos, sobreviviendo a las pasiones de su propia historia de delirio. Los tesoros y secretos que se encuentran bajo su dominio serían capaces de enloquecer al diablo mismo. Sus protocolos e idiosincrasias servirían de material perfecto para incontables enciclopedias. El detalle más mínimo podría acaparar una vida entera de estudio.

El Vaticano y su inefable magnetismo se había apoderado de los sueños de mi madre. Pronto se había convertido en una obsesión. Y el estudio Agatha Ruiz de la Prada entero estaba revolucionado con exaltaciones eclesiásticas, preparándose para el climax fashionístico del asunto –el gran momento en el que conseguiríamos agathizar al Papa–. Con hábitos arcoíris y una mitra llena de estrellas purpurina, juntos propagaríamos un nuevo tipo de cristianismo, uno color fosforito.