Opinión

Hacer guardar la Constitución

Recientemente han tomado posesión de sus cargos los miembros del nuevo Gobierno, quienes lo han prometido con la conocida fórmula de «guardar y hacer guardar la Constitución». Ha sonado correcto y tranquilizador, habida cuenta de que desde hace algún tiempo se vienen oyendo diversas fórmulas de toma de posesión de determinados cargos públicos, que van desde el mal gusto a las más provocadoras, con el común denominador de situarse al margen de toda legalidad constitucional. Tanto es así que el nuevo presidente del Gobierno propuso semanas atrás que se estableciera legalmente la fórmula de toma de posesión de los cargos políticos y administrativos, posiblemente sin conocer que desde el año 1979, una vez aprobada la Constitución, se impuso mediante Real Decreto, y con carácter general, la fórmula de juramento o promesa con obligación de «guardar y hacer guardar la Constitución» que, como hemos visto, se incumple reiteradamente con premeditación, publicidad y alevosía.

No es de recibo que dos nuevos diputados hayan prometido su cargo «por la (inexistente) república catalana» y que el nuevo presidente de la Generalidad de Cataluña lo haya hecho con «fidelidad a la voluntad del pueblo de Cataluña», sin mencionar el Estatuto de Autonomía ni la Constitución española, desconociendo que es presidente de su comunidad autónoma precisamente gracias a lo establecido en la Constitución y en su Estatuto de Autonomía y que, además, es la más alta representación del Estado en Cataluña.

A la vista del desafío a la Constitución y al Estado de Derecho que se ha producido en los últimos tiempos, resulta tranquilizador que el nuevo Gobierno se comprometa a «guardar y hacer guardar la Constitución», y no porque haya razón alguna para dudar de dicho compromiso, sino porque la Constitución española, además de ser la Ley suprema del Estado, es la norma fundamental de convivencia entre españoles y, hasta su hipotética modificación, cualquier solución a los problemas jurídico-políticos en España pasa, o debe pasar, por «guardar y hacer guardar la Constitución».

Hay cierto consenso en admitir que gran parte de la delicada situación actual, donde el desafío al Estado de Derecho es evidente, es el resultado de la inaplicación de la Ley en toda su plenitud y con todas sus consecuencias durante largo tiempo, de inexplicable e inexcusable dejación de funciones, así como de imprudentes concesiones políticas que, lejos de apaciguar insaciables reivindicaciones, han sido el preludio de la siguiente. La pasividad ante graves vulneraciones constitucionales ha podido ser causa y motivo para la siguiente.

Si esto es así, el camino no puede ser el entreguismo ni el seguidismo de los desafiantes. La solución debe ser revertir las causas que han conducido a esta delicada situación: el Imperio de la Ley y el Estado de Derecho, sin injustificados complejos, incluidas las reformas que se precisen, pero desde la Ley y dentro de la Ley. Sin fraudes, engaños o atajos.

Uno de los posibles fraudes, que algunos ven con buenos ojos, puede consistir en el desistimiento unilateral de recursos de inconstitucionalidad contra leyes autonómicas por razones estrictamente políticas y carentes de motivo jurídico suficiente. Un desistimiento unilateral, aun con posible inconstitucionalidad material, conlleva que la normativa autonómica recurrida disfrutaría de una injusta constitucionalidad formal. Es decir, lo inconstitucional se vuelve constitucional por ausencia de recurso. En mi opinión, esa no sería una forma eficaz de «guardar y hacer guardar la Constitución», sino más bien de lo contrario. La constitucionalidad de una norma no puede quedar al arbitrio de un pacto político de simple gobierno, o como oscura concesión a una desconocida contraprestación. Jugar con la constitucionalidad de una Ley es jugar con la Constitución misma. Esto es inadmisible en un Estado de Derecho.

Para impedir un fraude tan manifiesto, convendría hacer los cambios legislativos necesarios para impedir los desistimientos y las renuncias de los recursos de inconstitucionalidad que se realizaren en fraude de ley o contra el interés general.

La Nación española es suficientemente fuerte, entre otras razones, porque dispone de un eficiente Estado de Derecho que, si no se usa fraudulentamente, tiene sobrada capacidad para sobreponerse a delicadas situaciones como la presente. No necesita de trampas o argucias que vulneren la obligación de «guardar y hacer guardar la Constitución».