Opinión

Solsticio

Dejo hoy la España política y me meto en la España mágica, para recuperar la memoria de las cosas. Cuando se acerca la noche de San Juan, la del solsticio, la más corta del año, iluminada por las hogueras, una fuerza interior me traslada, quiera o no, a las tierras de la Alcarama. De allí vengo. He vuelto a ver desde Sarnago la magia de la puesta del sol sobre la sierra de Oncala. El aire, con el despertar tardío de la primavera, se vuelve azul purísimo, cristalino, como cuando de niños jugábamos, al salir de la escuela, en las herrañes florecidas de narcisos silvestres, a «Tres navíos hay en la mar». Soñábamos con el mar sin haberlo visto nunca. Los ribazos, a estas alturas, son un tapiz de flores. Por San Juan, blanquean las cebadas, esperan el dalle las esparcetas y sale el cazador furtivo al rayar el alba con la perdiz de reclamo bajo el tapabocas hacia el chozo del cabezo.

Entre los recuerdos de aquellos machadianos días azules, tengo grabada la noche en que mi abuelo cogió su cachava, me cogió de la mano y, paso a paso, recorrimos el camino –una legua más o menos– a ver el paso del fuego en San Pedro Manrique. Yo tendría siete años. Era una noche cerrada y serena, sin una luz en toda la extensión de la mirada. Aún no había llegado a aquellos pueblos la luz eléctrica. Caminábamos a la luz de las estrellas. Por el camino el abuelo me fue contando aquella noche de San Juan misteriosas historias del castillo y de San Pedro el Viejo, cuyas ruinas templarias se adivinaban sobre una loma. Y, nunca olvidaré el momento en que, a mitad del camino, al coronar un cerrillo, se paró y me dijo: «¡Mira allí lejos, es el resplandor de la hoguera!». Vuelvo a ver los troncos humeantes y al Quico de la Cuatrena, con la cara sudorosa y enrojecida, preparando con un largo «horgunero» el pasillo de fuego. Observo a la bulliciosa multitud arremolinada en la plazuela de la Virgen de la Peña. Y contemplo, conmovido, el momento en que el más valiente, cargando con la moza de la móndida, pisa la alfombra de brasas con los pies descalzos. Le seguirán otros. Y no faltará, entre ellos, alguna intrépida mujer. Con los nuevos tiempos, el paso del fuego se ha convertido en un espectáculo turístico y pagano. Pero nadie me negará que este rito de la purificación por el fuego sigue siendo una manifestación de la España mágica de siempre.