Opinión
Colombia, entendimiento necesario
Las celebraciones por los resultados de los candidatos en estas elecciones presidenciales recorren e inundan de idénticos colores –rojo y azul– y con los mismos ritmos –salsa clásica de Joe Arroyo y vallenatos de Alejo Durán– todos los rincones de un país enfrentado en donde se vive la política hasta las últimas consecuencias, con un apasionamiento difícil de encontrar en el planeta. Y más ahora, cuando los seguidores de Duque han conseguido colocar a su candidato en la Casa de Nariño y los candidatos de Gustavo Petro también celebran porque, por primera vez en la historia de la República, un candidato de izquierdas llega vivo al día de las elecciones, pasa por primera vez a segunda vuelta e, incluso, consigue más de 8 millones de apoyo electoral. En la magia macondiana todo es posible; también que los unos y los otros se miren de reojo siendo muy conscientes que, antes o después, previsiblemente más pronto que tarde, el choque de machetes será inevitable.
Éste es el tono demagógico fruto de dos imaginarios sin posibilidad de reconciliación: la Colombia bipolar; esa que progresivamente ha mutado de la liberal y conservadora de siempre, a dos extrañas coaliciones –las de ahora– que son verdaderos frankensteins políticos de distintas amalgamas ideológicas, pero que siguen conservando el enfrentamiento como razón de ser. Una pugna que contagia exponencialmente el tejido social para teñirlo todo de visceralidad demagógica; incluidas también las relaciones personales y domésticas como demuestra las discusiones a grito herido entre colegas y entre miembros de la misma familia como si después de la consulta, se siguiera viviendo en una especie de campaña enconada permanente para dirimir el pulso que se avecina; probablemente tanto en el Congreso como en la calle.
Las dificultades en este momento para tender puentes de diálogo entre estas dos Colombias estriba en que ésta, ha sido una elección dicotómica en donde el elemento determinante es el voto «Anti»; ese que siempre deja heridas históricas. Por un lado, el voto a Petro para evitar la vuelta de Uribe con el establecimiento del que ya es calificado por sectores sociales y campesinos como un nuevo Ducado del terror policial represivo; por otro, señalan muchos de los apoyos recibidos y no sólo de la derecha conservadora, también de sectores del centro y centro izquierda, ha sido necesario apoyar a Iván Duque, para evitar un «castrochavismo» a la colombiana; la llegada al poder de un «caballo de Troya» de la FARC. Llegados a este punto, lo más complicado para el entendimiento es que es el voto «anti» triunfador, alentado por los más radicales de los suyos para liquidar o torpedear el Acuerdo de Paz, será el que decida el proyecto futuro de un país que aún no ha llegado a establecer el necesario consenso nacional para propiciar una reconciliación inevitable en el camino colectivo para la superación de la violencia.
Sin embargo, son muchos los colombianos –entre ellos el propio presidente electo, Iván Duque– que consideran que su elección, no es decir sí o no al Acuerdo de Paz; éste es un proceso irreversible incluso consagrado por una sentencia de la Corte Constitucional que obliga a los próximos gobiernos a cumplir con la pactado. La ecuación central en este momento –incluso compartida por sectores progresistas y de izquierdas– es que dicho acuerdo carente de consenso social, así gestionado por un gobierno como el de Santos sumido en la improvisación y por una guerrilla reconvertida pero que mantiene nombre y presuntamente algunos de sus viejos hábitos, camina hacia el fracaso sin que vaya a suponer un nuevo proyecto futuro para ese país.
Por otro lado, como ha señalado Petro, sería temerario por parte del nuevo presidente, ceder a las presiones más derechistas de sus apoyos, para dar marcha a atrás o torpedear la implementación del Acuerdo de Paz, planteando revisiones que vulneran lo acordado o dificultando los elementos básicos de la Jurisdicción Especial de Paz y del conjunto del Acuerdo. Una parte del pueblo colombiano, especialmente el que ha sufrido el mayor coste y ha puesto el mayor número de muertos en esta guerra de más de medio siglo, no lo consentiría y tomaría la calle. Ante estos riesgos, parece necesario antes o después, que el nuevo presidente llame a negociar un gran Pacto Nacional entorno al Acuerdo de Paz para implementar las principales políticas públicas de paz y desarrollo que todavía están pendiente; entre ellas, la reforma política como paso previo para la consecución de mayores cotas de igualdad. El principal punto pendiente en la agenda de ese país. En consecuencia, conseguir lo que nunca se ha logrado en el proceso político colombiano: líneas de continuidad y coherencia a medio y largo plazo, para sacar a este gran país del «síndrome de Penélope»: tejer en el día lo que vamos a descoser de noche.
En conclusión, estas elecciones y la batalla fratricida que podemos vivir en los próximos meses son reflejo del enconamiento en el que vive el país y del «odio político» entre dos formas de entender una misma realidad nacional. Aun con todo lo dramático que parece, probablemente no llegará la sangre al río; menos aún, si todo se explica en la clave mágica del siempre eterno humorista y filósofo Jaime Garzón con su personaje «Heriberto de la Calle», un embolador sabidillo metido a entrevistador político; ese que en su interior encierra a la vez a un Duque y a un Petro echándose vainas. Aun con todo, las dificultades insalvables para tender puentes de reconciliación y para asentar ciertas bases de entendimiento entre ambas visiones nacionales, constituyen una cuestión preocupante que pueden hipotecar el futuro de este país y poner en riesgo los acuerdos de Paz.
*Catedrático Europeo en Políticas y Cooperación de la Unión Europea en la UNED y presidente del Instituto de Altos Estudios Europeos
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