Opinión

La muerte de un padre

Andaba yo por los veinticinco añitos cuando mi padre se fue, dejando mi alma en el más absoluto de los desconciertos. Ya sabemos que es la sucesión natural de la vida, pero yo no estaba preparada para aquel golpe inesperado y anduve muy desorientada durante bastante tiempo. Esto que acabo de decir es una obviedad: nunca estamos preparados para enfrentar y asumir la muerte, es un choque frontal demasiado violento que nos deja en un extraño estado de movimiento de sesos. Luego todo se va serenando como después de un tornado, que el polvo se va depositando en el suelo y vuelve la calma, el sosiego y la resignación. Odio la resignación y mi espíritu es de revelarse, de patalear y de poco o nulo conformismo, pero de nada sirve cuando lo irremediable es un hecho ante el que no tenemos absolutamente nada que hacer.

Esta semana ha muerto un padre peculiar, Joe Jackson, que parió 11 hijos... bueno, él no, su mujer –ustedes ya entienden lo que quiero decir–, para hacer negociete. Quizá sea un poco cruel esta apreciación que no es solo mía, sino que es generalizada, pero los datos que tenemos en la mano apuntan a que el progenitor de los hermanos Jackson hizo de su prole un corral de gallinas de huevos de oro hasta que los chiquillos se hicieron mayores y ahí empezaron las disputas y los reproches.

En su ansia por hacer fortuna el patriarca firmó un contrato sin leerlo con la discográfica en la que grababan los míticos Jackson Five, lo cual provocó que perdieran cantidades millonarias de dinero. Tan es así que, cuando éstos alcanzaron la mayoría de edad, prescindieron de su padre como productor y manager. Pero la cosa no queda ahí. Cuenta la leyenda que Joe era un padre maltratador, vamos que no sólo les zurraba la badana sino que hasta llegaba a apuntar a sus hijos con una pistola. El más exitoso de ellos, el grandísimo Michael Jackson, anduvo traumatizado toda su vida por los malos tratos de su progenitor, así que no es de extrañar que el odio se apoderase de la casi totalidad de su descendencia. Y digo casi porque, según dicen, una de sus hijas, Janet, nunca perdió el cariño natural que se profesa a un padre, aunque solo sea por el hecho de que gracias a su semillita estamos en el mundo. Quiero dejar claro que todo esto que voy relatando se basa en los hechos que ha venido describiendo la prensa norteamericana acerca de la legendaria familia, de la cual el más sobresaliente ha sido el blanqueadísimo Michael, un muchacho que renegó del color de su piel, pero, como siempre digo, hay que ponerse en el pellejo de la gente antes de opinar y de criticar, porque quizá haya sido una simple operación de marketing para triunfar en su carrera, aunque con el arte que le rebosaba por cada poro de su negra piel no hubiera necesitado nada más que ser él mismo. Eso le dije un día a Arrabal, minutos antes de dar un speach ante personas demasiado serias para su surrealismo. «Tienes que superar la seriedad de estos asnos Fernando: sé tú mismo». Y lo fue. Y se armó la marimorena, las caras eran dignas de ser inmortalizadas. Nadie entendía nada. Claro, cuesta mucho que la gente del montón entienda a un genio surreal.

En palabras de psicólogos «después de la muerte de los padres, la vida cambia mucho. O quizás, muchísimo. Enfrentar la orfandad, incluso para personas adultas, es una experiencia sobrecogedora». Y en la mente del maestro Gabo se mecía la idea de que «cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre». Para la familia protagonista de estas líneas de hoy tampoco será fácil encajar la marcha de su padre. Habrá lágrimas de todo tipo. Pero lágrimas al fin y al cabo.