Opinión
Epílogo
Para alguien de las Tierras Altas como yo, el verano, como vengo diciendo, era el tiempo de la cosecha, pero hace años que la cosecha ha dejado de ser parte esencial de la cultura rural. Ya no hay segadores en los tajos con la hoz en la mano derecha y la zoqueta en la izquierda, ni manadas en el rastrojo recién segado, ni garrotillo en la faja para enfajar las manadas con vencejo de bálago, ni fascales, ni hacinas en las eras; ni andan las recuas de caballerías acarreando la mies sobre las artolas por los caminos polvorientos entre nubes de saltamontes y mariposas y el canto monocorde de las chicharras. Hace tiempo que los trillos están arrumbados en las casas deshabitadas y nadie sabe cuántos años hace que se tendió la última parva en la era y se amontonó el dorado trigo en el somero, sobre el que maduraban las manzanas silvestres. Un día vinieron los de los pinos.
El Gobierno pagó comisiones para convencer a los campesinos de que vendieran sus tierras y así fue como la repoblación forestal provocó la despoblación humana, y toda la comarca se convirtió pronto en un cementerio de pueblos. No tardaron en llegar las grandes máquinas de la concentración parcelaria. Aplanaron la tierra, se llevaron por delante los ribazos, esenciales para el ecosistema, que sostenían los bancales y daban cobijo y alimento a los animales, arrasaron huertos y herrañes, abrieron caminos en lugares insospechados y esquivaron como pudieron quebradas y barrancos. No advirtieron que era una tierra abrupta, torturada, sin un palmo de llanura, especial para el pastoreo. Cambió el paisaje y la tierra de labranza se desdibujó, perdió su figura de siempre, su contorno y su identidad. Con la mecanización y el abandono de los pueblos, las nuevas parcelas pasaron a manos de dueños desconocidos. En los caminos dejó de verse, entre nubes de moscas, el pausado caminar de las caballerías, suplantadas por las máquinas que venían de fuera. Los animales dejaron de formar parte del paisaje rural. Se acabó la dula. Los aperos de labranza –el yugo, el arado, la albarda, los serones, el trillo, la bríncula...– quedaron arrumbados, pasto de la humedad, el óxido y los ácaros. Poco a poco sus hermosos nombres se borrarán de los libros de texto, de los relatos sincopados de internet y de la cabeza de las nuevas generaciones, lo mismo que el mar borra por la noche, con la marea alta, las huellas humanas de la orilla y los castillos de arena que han construido los niños.
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