Opinión
Montañas profundas
Aquel invierno de 1952 a 1953 el cardenal Roncalli que había desempeñado importantes misiones en los Balcanes y en Francia relacionadas con la guerra y de la que aún eran simplemente visibles en toda Europa recibió la importante noticia de que iba a abandonar la nunciatura en París porque era designado patriarca de Venecia, que es uno de los cargos que mayor dignidad proporcionan dentro de la jerarquía eclesiástica. La Secretaría de Estado le recomendaba que en su viaje cruzase por España a fin de que pudiera directamente comprobar las condiciones que en este país confesionalmente católico se estaban produciendo. En Francia había tenido contacto con algunos exiliados españoles naturalmente contrarios al régimen imperante y les había mostrado la caridad que en el fondo de su alma se albergaba. Y entonces Alberto Martín Artajo, ministro de Asuntos Exteriores, y otros importantes miembros de la ACNDP que se inclinaban por alejarse de las influencias totalitarias le invitaron a visitar aquel profundo valle de Cuelgamuros en donde se estaban realizando obras importantes para establecer un cenotafio que permitiera superar los daños que toda guerra civil lleva consigo especialmente en el espíritu.
Los acompañantes sorprendieron en cierto modo al cardenal no solo porque se trataba de católicos de gran dimensión fuertemente vinculados al Papa en su obediencia, sino porque le descubrieron la que para él sería auténtica novedad. No se trataba como estaba sucediendo en todas las guerras de legar al futuro un monumento que describiese el logro de los vencedores, sino de buscar desde el fondo de la doctrina cristiana una especie de reconciliación en el arrepentimiento por los daños inevitablemente causados y hacerlo de aquella manera que siempre enseñara el cristianismo aunque sean pocas las ocasiones. En otros términos, el perdón por los daños que unos y otros provocaran. La Cruz de Cristo significa por sí misma que el sacrificio redentor escogido por Cristo abarca a todos y no solo a unos pocos escogidos. Como para trasladar los restos de los caídos a un cenotafio necesita de la demanda de los familiares se dejaba bien claro tras este argumento que católicos habían tomado parte en los dos bandos perdiendo la vida. Hoy es dato comprobable: el número de procedentes del bando republicano entre los más de treinta mil que yacen en el Valle es comparable al de los que proceden del que entonces se consideraba bando vencedor. En aquellos momentos ni siquiera pasaba por la imaginación de los protagonistas que los restos de Franco fueran a incluirse. Él nunca tuvo la menor intención de que se hiciera. En la hora última el gobierno que en nombre del rey asumía el poder tomó esta decisión porque la consideraba la más acertada. Es algo que ahora se interpreta incorrectamente. Una decisión ajena y nada más aunque debe reconocerse en ella la buena intención. La montaña profunda propiedad del Estado no facilitaba el acceso de movimientos políticos a pesar de que ahora se piense de otro modo.
A Roncalli y también a la Secretaría de Estado les pareció buena la idea. En aquellos momentos en que Europa padecía aún sacudidas de odio la reconciliación, aunque amarga en el recuerdo, significaba un paso decisivo que venía de Dios y se colocaba a la sombra salvadora de la Cruz. Se decidió encomendar la función religiosa a la Orden de San Benito que es verdadera raíz de la europeidad cristiana. Los benedictinos no recibirían ayuda del Estado al que en punto alguno se vinculaban, sino que de acuerdo con su regla buscarían por sí mismos los medios de subsistencia. Cuando Roncalli se convirtió en Papa Juan XXIII y puso en marcha la extraordinaria revolución que significa el conciliarismo otorgó a aquel templo que coronaba la montaña tres dones extraordinariamente valiosos.
El Templo pasaba a ser basílica lo que le colocaba bajo directa dependencia de Roma y no de la sede madrileña. En él se depositaba una migaja de aquellos restos de la Cruz que según la tradición se conservan en Roma desde la época de Helena. El día en que se celebran los divinos oficios del Viernes Santo todos los asistentes ganaban una indulgencia plenaria que permite limpiar las reliquias que deja la culpa después de confesada. De ahí que ese día se produzca una acumulación de fieles. Todo esto carece de sentido para quienes se mantienen fuera de la fe.
El Valle abría puertas a un cambio profundo. Inaugurado en 1958 es significativo que desde 1959 la Iglesia valiéndose de sus cardenales cerrara las tentativas que desde el Movimiento se hacían para convertir a este en un partido único algo que los purpurados españoles calificaron de tendencia al totalitarismo. Se iniciaba en este momento la larga marcha hacia esa transición que Europa llegaría a considerar un modelo. Pero sobre todo la Basílica que invocaba el nombre de la Virgen María iniciaba trabajos intelectuales a los que muchos de los que en ellos participamos hubiéramos negado el acceso si tuviesen el matiz político que a Cuelgamuros a veces se quiere atribuir. Cuelgamuros es un lugar de oración y no otra cosa. Si se suprime –y para eso es indispensable la negociación con el Vaticano–, se habrá despojado a los cristianos de uno de los bienes que ellos valoran al margen de cualquier consideración política. Pues allí se están cumpliendo aquellas palabras que los evangelistas ponen en labios de Jesús: «Amarás a tus enemigos, pues si lo haces solo con los amigos, ¿qué mérito tendrás?».
No me refiero a ninguna cuestión política, sino a los valores del alma: corremos peligro de volver a la animosidad que daña. Tras aquellas piedras que la nieve corona en invierno se encuentra la profundidad del sentimiento que el Papa Francisco nos recomienda: tras la fe y el amor viene siempre la alegría. Al respetar las de los demás, los políticos deben aprender a beneficiarse a sí mismos.
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