Opinión

Liderazgo

Liderar un partido político es asunto de mucha enjundia, al punto de que casi nadie entiende muy bien por qué determinadas personas ocupan su dirección. Más aún si resulta que los líderes son unos fracasados de acuerdo con los resultados del mercado político; o sea, de las elecciones. En España, últimamente, tenemos ejemplos abundantes de ello. Sin ir más lejos, el señor que preside ahora el gobierno obtuvo por dos veces el menor número de votos de su partido en unos comicios generales. Claro que el que le precedió también logró empeorar su posición inicial pasando de sacar mayoría absoluta a tener que gobernar envuelto en una notoria precariedad.

Esta constatación hace sospechar que algo funciona mal en nuestro tinglado político porque lo razonable es que los líderes que fracasan sean depurados para dar paso a otros que, tal vez, puedan encauzar a sus partidos hacia la senda del éxito. Y eso que funciona mal es, sin duda, el sistema electoral. Es éste el que, en efecto, determina el modo de funcionamiento de los partidos y, consecuentemente, su forma de selección de líderes. A unos partidos enganchados al presupuesto del Estado cuyos representantes electos lo son en listas cerradas y bloqueadas, corresponde una estructura centralizada en la que, en la determinación del personal susceptible de concurrir a las elecciones, ni los votantes ni el debate ideológico juegan papel alguno.

Ahora tenemos un ejemplo práctico en el caso del PP. Después de la primera vuelta ha quedado una candidata que rehúye el debate ideológico y esgrime la razón burocrática para exigir su liderazgo –que, en su partido, es poco menos que un reinado absoluto–; y por otra parte, está el segundo pisándole los talones y proclamando algunas ideas y principios básicos a los que debiera ajustarse la acción política del partido para volver a dar voz a los ciudadanos de centro-derecha. La primera cuenta con una dilatada experiencia de gobierno –estrepitosamente fallida, por cierto, en su última etapa por lo que concierne a Cataluña, pudiéndosele atribuir en buena medida esa pérdida de apoyo popular a su partido que ha sido el preludio de su desplazamiento del poder–. El segundo, diez años más joven, se ha bregado en el trabajo político y en el debate con sus oponentes en los medios de comunicación, aunque no ha gestionado ningún ministerio. Es en alguna medida un valor por descubrir y parece, sobre todo, un emprendedor –o sea, «un hombre que encuentra su gozo en la aventura», como diría Schumpeter–. Desconozco quién tiene más posibilidades de ganar; pero cuando se ha perdido casi todo, contra el criterio ignaciano, más vale hacer mudanza.