Opinión

Las sectas

Mi madre siempre habló con compasión de quienes, según ella, «han perdido la cabeciña». Hoy decimos «se les va la olla», que viene a ser lo mismo, solo que la manera de expresarse de mamá queda más dulce y la actual, más desgarrada.

De las muchas cosas que tengo que agradecer a la vida es la de haber mantenido siempre la cabeza sobre los hombros, de ser muy cerebral además de ser apasionada, que es compatible, y escuchar las razones del corazón, esas que la razón nunca entiende. Muchas veces mi familia no asimila mi capacidad o mi obsesión por la cuadrícula, esto es, esa extralimitación mía en la perfección o en la simetría que me hace llegar, en ocasiones, hasta a la intransigencia, una cualidad –o un defecto–, que me ayudó mucho a vivir por encima de mi dislexia. Es un carácter del que no reniego, del que jamás abjuraré y ustedes me van a entender divinamente cuando les cuente lo que hoy quiero relatar en estas líneas desde mi «Cuartel Emocional».

La noticia hace unos días ha sido la de una chica, Patricia, captada por una secta en Perú, que ahora está siendo recuperada por sus padres luego de dos años o más sin saber de ella. Cuando yo andaba por los veintidós, sobre poco más o menos, mis dos amigas de la adolescencia, Maggi y Tesy, cayeron en las venenosas, crueles y desalmadas redes de una secta capitaneada por un tal Sebastian, sin acento en la última «a», quien aseguraba que por su boca hablaba Dios, que el mundo se acababa y que teníamos que estar preparados para emigrar a otro planeta u otra galaxia, siguiendo sus pasos, los del propio Dios a través de él, y salvar nuestras almas. Yo fui a una o dos reuniones de aquellas y como soy de natural escéptica, no volví porque me pareció una pérdida de tiempo y había que invertirlo en algo más real, como estudiar y trabajar. Además tenía claro que prefería el fin del mundo con la masa terráquea que mudarme a un sitio menos familiar, como otro planeta. Mis amigas me lo reprocharon, decían que estaba sumida en el materialismo y no en la espiritualidad a la que ellas estaban convertidas. El resumen de todo esto es que ellas perdieron la cabeza, destrozaron sus familias, una de ellas quedó embarazada de gemelos y los parió en la calle. Más tarde, a los treinta y tantos murió de un cáncer cuando ya llevaba algún tiempo ingresada en el psiquiátrico de Conjo. (Digo Conjo porque estoy escribiendo en español. Si lo hiciera en gallego diría Conxo). Lo último que pude saber es que mi otra amiga anda como una mendiga, pidiendo limosna por las calles, casi sin dientes y con un aspecto irreconocible, cuando hace años era una preciosidad. Llevo mucho tiempo viviendo fuera de Galicia y esto último lo pude saber por mi hermana, que lleva perfecta cuenta de todo lo que pasa en La Coruña y me tiene al tanto.

Patricia, la muchacha motivo hoy de estas líneas, vivía tranquilamente en Elche con sus padres, pero comenzó a tener un comportamiento extraño. El jefe de la secta, un tal Manrique, le hizo un hijo y pretendía preñarla hasta dejarla seca para repoblar de zombis descerebrados el alcance de su núcleo de adeptos.

En 1994 Camilo José recibió el premio Planeta, Patria Madre de esta gran Casa, con la novela «La Cruz de San Andrés», inspirada en la dramática historia de mis amigas Maggi y Tesy. Yo le fui dando los datos de sus vidas y de su familia, que le fascinaron, novelando lo que yo brevemente acabo de relatar en esta crónica de hoy a propósito de cómo personas persuasoras y también un poco trastornadas pueden acabar con los prometedores designios de una familia. Como dice mamá ¡que Dios nos conserve la cabeciña!