Opinión

Luz verde

Los taxistas son mis amigos. Me han sacado de apuros, me he reído con ellos, he aprendido muchas cosas y salvo cuando tuve que aguantar un informativo de la SER, jamás he tenido la menor queja del servicio. Por eso me disgustan las penalidades que están sufriendo y el conflicto al que hemos llegado, en particular las escenas de violencia, inadmisibles.

Se ha instalado en una parte de la opinión pública la idea de que se enfrentan aquí un monopolio cerrado y la economía abierta, la tecnología y el arcaísmo, así como los privilegios a la igualdad y a los derechos del usuario. En cuanto a lo de la tecnología, hace mucho tiempo que el sector se modernizó y hoy existen plataformas de taxis igual de eficaces, si no más, que las nuevas. Tampoco es cierto que se trate de un sector cerrado: se puede acceder a él si se quiere, como ha venido ocurriendo desde siempre. El problema reside en que existe una regulación de entrada que las nuevas empresas no respetan.

Y está, finalmente, el asunto de los privilegios frente a la igualdad y los derechos. Es difícil pensar que una licencia que cuesta unos 130.000 euros en Barcelona constituya un privilegio. Tampoco es de una lógica indiscutible que el usuario tenga derecho a tener cualquier servicio. Aunque lo tuviera, ese derecho perjudica a quienes habían adquirido previamente una licencia.

No estamos por tanto ante una lucha heroica entre libertad y reacción. Estamos ante un caso, muy característico de los fallos de las democracias actuales, en el que la invocación de los derechos bloquea la acción política. Y sin embargo, lo que requiere este problema es el ejercicio de la política como espacio de mediación entre intereses enfrentados. El poder público no puede abstenerse ante casos como este. Esa abstención explica en parte la violencia y, en su casi totalidad, la deriva populista de la protesta. Lo que faltaba era que después de la SER, en los taxis tuviéramos que escuchar las charletas de Pablo Iglesias.