Opinión

Esencias catalanas

Jordi Pujol, en su etapa convergente y feliz, dictaminó que era catalán quien había nacido o trabajaba en Cataluña, pero esta definición mencionada a menudo entonces ya no resulta válida. Responde a una etapa en la que Covergencia mantenía dejes de su confusa socialdemocracia primigenia. Hoy el trabajo escasea y los emigrantes se han situado, con o sin papeles, hasta en el corazón de los pueblecitos gerundenses. Tal vez ahora podría afirmarse que para ser considerado catalán hay que llevar un lacito amarillo en la solapa (pueden observarse incluso en los protagonistas de alguna teleserie que emite TV3), desplegar una estelada en el balcón o cualquier otro signo soberanista en el atuendo. No es del todo cierto que Cataluña (o el imaginario de la nueva República Catalana) haya teñido hasta los campos. El intenso calor amarillea la hierba y ésta se tiñe de un color que puede coincidir con el de camisetas, brazaletes o cualquier otro signo visible: impera el amarillo. Ni siquiera Barcelona y su conurbación, antes industrial y hoy turística, puede entenderse uniforme en barrios bien diferenciados. Aquel catalanismo en el que coincidían casi todos los partidos políticos, entidades y asociaciones se ha convertido en otra cosa. Y frente a un extremismo, favorecido desde el Govern, se desarrolla otro, su antítesis. Pero no conviene desmoralizar: la sangre no llega al río, humo y palabras. Se acentúa el radicalismo cuanto más cerca geográficamente de Francia, de un fervor descentralizador cero. Pero son los gerundenses quienes hacen patente en mayor medida sus ansias, donde ondean más banderas esteladas al viento. Barcelona, urbe más compleja, parece más tibia, pese a que se sienta capital y en la Generalitat Quim Torra, President delegado, devana sus sesos calculando cómo poner de los nervios al poder centralista hasta una desconexión final, a la sombra de Carles Puigdemont, en su palacio de Waterloo, en cuyo ingenuo rostro, va acentuándose cierto rasgo de satisfacción. Se ha convertido irónicamente en el líder más original y europeísta del mundo, aunque no pueda pisar tierra catalana, por española, y a la que dice representar.

El amarillo, en los últimos días, ha sido el de los taxis barceloneses que sitiaron al Gobierno y negociaron a tres bandas. Sin embargo, el número de catalanes que no se sienten independentistas supera a los contrarios, aunque sea por poco, estadística que procede de consultas anteriores al descalabro del 155, número infausto que hay quien desearía recobrar. Entre tanto, tras la llegada de Torra, unos pocos políticos se afanan en rehacer carencias y andar ojo avizor con unos socialistas que estarían dispuestos a hablar, pero no de lo que obsesiona al tándem Puigdemont/Torra. Gozan de ventajas, porque siguen algunos políticos presos en cárceles, ahora catalanas, y otros pocos exiliados o prófugos –si se prefiere– por distintas zonas de Europa, aunque presentes en Bruselas, en el corazón «partío» de la UE. Allí, el casi President en el exilio planta el escudo de la Generalitat en la puerta de su palacete, signo que parte de nuestros socios europeos observan con más prevención que entusiasmo. Cataluña, sin llegar a república independiente, en esta jugada de ajedrez, se encuentra ya presente en la capital de la Unión «para lo que ustedes gusten». Tira de lacito amarillo contra la prisión de compañeros (no todos gratos) y de amplia bufanda amarilla en invierno, no sé si contra su situación o la más incómoda de otros compañeros. Pretende emular a los derrotados de una República que se denominó siempre española.

Cierto es que algunos lazos familiares o amicales se han roto en el seno de la sociedad española, pero serían muy débiles y mal cosidos. Lo destacable, sin embargo, es la invisibilidad de quienes no desean mostrarse independentistas y quizá, incluso, llegarán a serlo mal les pese. La mitad de la población catalana, por lo menos, salvo alguna manifestación masiva (que no podrá competir con las que se preparan para los próximos septiembre y octubre), se ha tornado invisible. De vez en cuando suena alguna voz, como la de Xavier Cercas, que clama como en un desierto. La identificable desde los medios españoles suena con cuerdas vocales amarillas. Aquellas relaciones que se fomentaron en los años treinta y setenta del pasado siglo entre intelectuales del resto de España y Cataluña se tornan cada vez más opacas. En la Universidad de Barcelona hasta lograron impedir una conferencia sobre Cervantes. Llueve a cántaros el amarillo sobre una descolorida gama de colores. La nueva consejera de Cultura de la Generalitat asegura que admite la existencia de literatura en castellano en Cataluña y utiliza el nombre de Juan Marsé. Se propone un nebuloso diálogo, pero sus bases deben ser amplias y hasta satisfactorias. Diálogo, sí, convertido en incógnita cuando uno de los participantes intenta sabotearlo de inicio.