Opinión
Los muertos, la democracia, la nación
Cuando empezaron a llegar a Atenas los restos de los soldados muertos en la guerra contra Esparta, la Guerra del Peloponeso, se plantearon todas las interrogantes morales y políticas que un asunto así suscita siempre. Para no dejarlas sin responder, Pericles, líder de la ciudad, pronunció, al menos tal como nos lo transmitió Tucídides, el discurso político más célebre de la historia. Pericles temía que los muertos –jóvenes y ciudadanos, lo mejor de Atenas– inspiraran un estado de opinión que acabara con la legitimidad de la democracia. El gran político tuvo la habilidad extraordinaria de articular la presencia de los muertos con la naturaleza misma del régimen ateniense. Así, al dar sentido a un hecho trágico, también daba voz a los muertos y les devolvía la dignidad que les correspondía. No eran sólo una pérdida irreparable y sin sentido. También eran los que, con su vida, habían sentado las bases de la libertad de todos.
Cuando el viernes pasado, se recordó en la Plaza de Cataluña el aniversario del atentado de la Rambla, no hubo nadie capaz no ya de hablar como Pericles –no vamos a pedir tanto, entre otras cosas porque tal vez ni siquiera Pericles fuera capaz de hablar tan bien como Tucídides se lo atribuye–, sino de encontrar el tono adecuado para situar en perspectiva la tragedia de hace un año. Así que hubo una ceremonia desangelada, amedrentada, gélida, en la que ni siquiera se leyeron los nombres de los muertos. La salvó la humanidad de los Reyes.
Se había hablado, y mucho, de despolitizar el acto. Probablemente lo que se quería decir es que resultaba necesario evitar las diferencias partidistas. Porque en cuanto a la dimensión política no hay acto más político, en el sentido más profundo y más noble del término, que recordar a quienes han muerto por un ataque terrorista. Ahí, en ese mismo instante, se está refundando la comunidad política. Como las democracias liberales, y en especial la nuestra, han optado por dejar de lado todo lo que no sea la Constitución, los muertos resultan aún más incómodos que antes. Por naturaleza, hablan de una lealtad que es previa a la ley y con la que, paradójicamente, nadie sabe lo que hacer.
Otros países recurren a ceremonias ritualizadas, que permiten –aunque sea con problemas– el homenaje y la reafirmación de la sociedad atacada. Como aquí nos falta un consenso nacional y no parece que vayamos a elaborarlo pronto después del que el PSOE demoliera el articulado tan laboriosamente en torno al artículo 155, no es fácil recurrir a ese tipo de puestas en escena. (Situación paradójica, si se tiene en cuenta que la sociedad o la nación española han sido atacadas por el terrorismo durante décadas). Así que una ceremonia como la de la Plaza de Cataluña, que se refugia en la insignificancia para que no salgan a relucir las contradicciones y los enfrentamientos resulta algo muy próximo a una victoria del terrorismo. Uno de los efectos de los actos de terrorismo es abrir en canal una sociedad y exponer todas sus contradicciones. Es lo que volvió a ocurrir en Barcelona, una nueva paradoja en un país, como el nuestro, que ha demostrado un grado extraordinario de eficacia en la prevención y la lucha contra el yihadismo.
Hay más, sin embargo. Esa falta de consenso sobre la nación española es el signo y la consecuencia de la vigencia del nacionalismo en nuestro país. Aquí es donde nos percatamos de hasta qué punto el nacionalismo y la falta de respuesta política e ideológica han envenenado nuestro país. Y es que para el nacionalismo catalán, los fallecidos en los atentados de Barcelona y Cambrils son ya elementos fundadores de la nación catalana. Al mismo título que el llamado referéndum del 1 de octubre, y con una categoría en cierto sentido superior, han entrado a formar parte de la mitología nacionalista. La obsesión por ligar la ceremonia con el «procés», presente a todo lo largo del acto, y el empeño en relacionar el CNI, es decir el Estado español, con los atentados muestran bien a las claras lo que está ocurriendo.
Por eso era imprescindible la presencia del Rey. Es la única figura de nuestro ordenamiento constitucional que tiene, de por sí, la capacidad de poner coto al designio nacionalista. Felipe VI, con su humanidad, su elegancia, su evidente conciencia de lo que representa y encarna, dio una vez más una lección, una lección política en el sentido expuesto al principio. No se puede decir lo mismo de los demás participantes en la ceremonia, en particular del presidente del Gobierno y los líderes de los partidos de la oposición. El primero no puede pronunciarse más allá de las trivialidades de las redes sociales porque está gobernando gracias a los votos de los mismos que le prepararon la encerrona del viernes. A los otros dos, en cambio, les cabe otra responsabilidad. Habría que empezar a ir más allá de las obviedades y articular los motivos profundos de su presencia en el acto barcelonés: la defensa y el elogio de la comunidad política que formamos los españoles, y la de los principios básicos, pluralistas y abiertos, basados en la historia y en la Constitución que en ella se encarnan. Conviene empezar a subir el nivel. De hecho, es lo que se está esperando de ellos. No estaría mal echarle una ojeada a Tucídides y al amigo Pericles.
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