Opinión

La palabra y el odio

Todo empieza con la palabra. Es el orden natural de lo que sucede en el mundo, bueno o malo. Antes que los gestos, los símbolos, los emblemas, los escudos o las insignias, está la palabra. Es la mecha imprescindible para prender una bomba, sin ella no se enciende nada. Despreciar la palabra y dejarla huérfana de consecuencias y acciones futuras solo demuestra la ignorancia de quien lo abandera. Desconozco el por qué, pero los alféreces suelen ser políticos, aquí y a miles de kilómetros, ahora y en tiempos pasados.

Para el escritor francés Charles Baudelaire, el odio es un borracho al fondo de una taberna que constantemente renueva su sed con la bebida. Tenemos el mundo lleno de borrachos rozando el coma etílico y con una sed insaciable que van dando tumbos, golpeándose con unos y con otros. Es un alcoholismo contagioso porque este borracho obliga a beber a los demás, incluso a los abstemios, y utiliza las palabras para transmitir esa embriaguez de exaltación y sueños de grandeza. El discurso de Hitler sobre la Gran Alemania contagió, casi 50 años después, a Slodoban Milosevic en su discurso de Gazimestán pronunciado el 28 de junio de 1989 ante un millón de serbios durante la conmemoración del seiscientos aniversario de la batalla de Kosovo, arengándoles a la restauración de la Gran Serbia. Dicho y hecho. Todo comienza con una palabra pronunciada o escrita por alguien: una agresión, un bombardeo, una guerra. También una solución, un consuelo o una conciliación. Dar a la palabra el lugar y la importancia que le corresponde sería un inicio.