Opinión

Los otros

Los graves problemas políticos con los que se enfrenta la España de hoy tienen que ver con la alteridad. Parte de mi generación se formó en el ámbito del pensamiento de J. P. Sartre, quien reflexionó a menudo sobre el problema del otro, la alteridad u otredad. Admitir la existencia del otro, ajeno a nosotros, reafirma nuestra propia identidad. Ante el actual desconcierto educativo, que culmina con la desaparición de la filosofía en los currículos escolares, nuestros gobernantes no alcanzan a diferenciar entre la reafirmación nacional y el miedo a perder señas de identidad, aunque por fortuna el panorama no siempre resulte tan desolador. En la escuela municipal situada frente a mi casa de Barcelona han colgado una admirable pancarta en catalán: «Aquí se enseña a pensar y no lo que hay que pensar»: buen lema para una renovación didáctica y hasta ciudadana. Porque el tema de las migraciones es fruto del miedo al otro, al diferente, al que no se ha integrado en nuestra comunidad y tal vez nunca consiga hacerlo. Advertimos un fenómeno paralelo en la política –si así puede llamarse– de Trump frente a los mexicanos, de tez levemente tostada y pobres, porque la inmigración de ricos y muy ricos no parece plantear problemas. Cuando «el otro» provoca nuestro miedo nos mostramos xenófobos y ultranacionalistas. Crecemos a nuestros propios ojos, que siempre resultarán parciales, y reafirmamos nuestros sentimientos identitarios, convertidos en manada al tratar de evitar el silencio de los corderos. Así lo hicieron los nazis, muchos más que Hitler, en Alemania y se repite en países y continentes.

El movimiento independentista catalán, de larga tradición histórica, se asienta en un confuso territorio y en una más o menos supuesta opresión histórico-mercantil. España podrá contener la migración subsahariana por algún tiempo, pero somos frontera de una Europa que, a no tardar, necesitará mano de obra joven y habrá que regular el ingreso al Viejo Mundo de gente de otro color y cultura, aunque la lenta penetración siga hasta que aquellos países empobrecidos y explotados, víctimas de un neocolonialismo del que ya no se habla, puedan desarrollarse y ofrecer un futuro. El proceso en Cataluña está también relacionado con «los otros», pero en este caso se encuentran ya en el seno de la sociedad catalana fracturada, fanatizada y hastiada. Una mitad de la población observa a la otra como si le resultara ajena. ¿Cómo hacer disminuir este sentimiento que los independentistas viven tan profundamente, al margen de cualquier razonamiento? Su objetivo consiste en rechazar cualquier rasgo de identidad española, entendida ya como alteridad. Aquel axioma de Jordi Pujol que era catalán quien hubiera nacido o trabajara en Cataluña ha dejado de ser válido. Los lazos amarillos –gran acierto propagandístico– no dejan de resultar el símbolo de quienes buscan diferenciarse de «los otros». Pero este símbolo, como cualquier bandera, responde a la necesidad de quebrar una soledad cada vez más mayoritaria. Se requiere un adversario para afirmar la propia identidad. A los momentos históricos en los que la solidaridad quebró soledades sociales los calificamos de revolucionarios, pero no se corresponden al tiempo actual marcado por el pesimismo, cuando parece que estemos todos de vuelta o retornando a incómodos pasados. El individualismo que nos caracteriza fue ya advertido por los existencialistas, cuando Sartre escribiera su reiterado «el infierno son los otros». En ello estamos todavía, alejados del tiempo de la Razón.

Antonio Machado, tan próximo a Heidegger y al existencialismo, trató también del «otro» en su peculiar metafísica: «De lo uno a lo otro es el gran tema de la metafísica. Todo el trabajo de la razón humana tiende a la eliminación del segundo término. Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana». En realidad nuestros graves problemas quedan inscritos en este círculo que tiende a eliminar al «otro», a imaginarlo como problema, de vuelta al individualismo romántico. Los migrantes, los otros, apenas si merecen permanecer en los guetos para identificarlos. Se verán obligados a realizar otro penoso viaje contra toda esperanza, salvo la de regresar una y otra vez hasta las fronteras de nuestro paraíso. Y en la Cataluña fraccionada los unos por los otros, la casa quedará sin barrer. Mas logró dejar a los catalanes sin Parlamento operativo y en ello andamos: diseñando una república virtual desde Bruselas. Ya advertía Sartre, lectura entonces prohibida, guía espiritual en la tortuosa izquierda que sobrevivía bajo y contra la incómoda sombra del franquismo: «Ningún hombre es igual a otro. Ni mejor ni peor, es otro. Y si los dos están de acuerdo alguna vez, es por un malentendido». La cita, clave del pesimismo, podría también ser de Albert Camus, aunque no lo es. Francia fue una vez más, en el pasado, guía intelectual.