Opinión
Combatirás el mal
A lgunas tardes discuto con amigos bienintencionados y lúcidos. Les sorprende mi desprecio por Donald Trump. Entienden mejor, en cambio, la náusea de olfatear el discurso entre exhibicionista y miserable de, pongamos, Ada Colau. Consideran que el actual presidente de EEUU, descontadas sus barrabasadas dialécticas, actúa como higiénico contrapoder del buenrollismo por decreto. Trump discute la fétida corrección que todo pudre. Trump sería un Bogart flemático. El «I shall return» (volveré) del general McCarthur en Filipinas. Obama, entonces, ocupa el nicho de un Zapatero afro. Hillary Clinton, el de Carmen Calvo. Bueno. Bien. Lo lamento, pero no.
Ni el duro Obama tuvo que ver con el hombre que contaba nubes. Ni Hillary se parece remotamente a la prestigiosísima constitucionalista de Pixie y Dixie. Ni, por favor, Trump vale como reencarnación de aquellos vaqueros lacónicos de John Ford. Lo que siempre ha sido el presidente es un niño bien de Nueva York, entre caprichoso y analfabeto, que, no bien su padre le prestó un millón de dólares, empezó a creerse la reencarnación de Rockefeller. Un usurero especializado en pufos. El constructor que arruinó a miles de inversores y dejó colgados de la brocha a quienes osaron apoyarle en Atlantic City. No destacó por su audacia, su elegancia, su elocuencia o su belleza. Más bien gustaba de lucir griferías de oro y rubias plastificadas. De ahí que en poco tiempo rivalizase en las portadas del colorín con John Gotti. Años más tarde, una vez encarcelado el último don, se quedó solo con su lengua podrida y sus cenas de gala y sus periodicuchos amarillistas.
Poco más tarde llegó la telemierda, que diría Umbral. Con ella, el salto al prime time y la celebridad: equivalente contemporáneo y ruidoso, y untado en heces, de la vieja y noble fama. Finalmente, presionado por sus contables, la política, las elecciones de 2016, la Casa Blanca. Amoral como pocos, olfateó su nicho en el creciente descontento de la clase trabajadora, renunció a sus viejas convicciones demócratas, si es que las tuvo, si distingue una convicción de un pulpo, y explotó los prejuicios racistas, nativistas, xenófobos y nacionalistas de sus conciudadanos. Lo que mis amigos no asumen, vaya, es que el populismo es populismo. O sea, mierda. Se apellide Trump, Erdogan, Wilders, Iglesias, Le Pen, Puigdemont u Orbán. Y que la inexorable obligación de los hombres decentes pasa por combatir sus ideas malignas.
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