Opinión

El fuego

El fuego transformó la vida humana primitiva y lo mitificamos como purificador y depredador. La misma Inquisición lo utilizó para elevar al cielo a toda suerte de herejes. Quienes disfrutamos del Mediterráneo hemos comprobado el papel simbólico de nuestros fuegos, desde las hogueras de San Juan hasta la quema de las fallas. Nos mantenemos siempre próximos a un fuego que nos humaniza y aproxima a la tierra madre formando parte de una realidad cuyos aspectos negativos no son difíciles de apreciar: los abundantes bosques en llamas, la destrucción de parte de nuestra cultura. Sobre el incendio del pasado día 2 del Museo Nacional de Brasil en Río de Janeiro, el quinto del mundo en su género, no creo que el turismo internacional de Río manifestara gran interés por visitarlo, aunque ocupara el palacio de la familia imperial, en el ámbito de la Quinta de Boa Vista. Lo fundó el rey de Portugal Juan VI, al huir de Napoleón, en la Casa de Santana o de los Pájaros, porque inicialmente se concibió como colección ornitológica y ya en 1892 fue trasladado a la actual residencia. Ardió durante nueve horas, pese a los esfuerzos de los bomberos, porque llevaba demasiados años descuidado, mucho antes de que lo dirigiera Alexandre Kellner, demandando serias reparaciones. Ni siquiera sus piezas estaban aseguradas. En junio, durante la conmemoración de su segundo centenario, el gobierno se comprometió a solventar los problemas de seguridad de unas instalaciones que no disponían ni siquiera de tomas adecuadas de agua. Ahora se han comprometido a restaurar el palacio, aunque cabe preguntarse qué van a instalar en sus salas vacías que albergaron 20 millones de piezas. Vinculado a la Universidad Federal de Río de Janeiro era también un centro de estudios sobre los materiales que se habían acumulado a lo largo de dos siglos: fósiles, insectos, momias sudamericanas y egipcias, meteoritos, animales disecados, utensilios arqueológicos e indígenas. Se salvó, dicen, parte de lo guardado en cajas de acero. Pero en período preelectoral, para Michel Temer el problema se reduce a evitar que Lula da Silva, condenado a prisión, retorne al poder. Ningún representante oficial se molestó en acudir a la escena del desastre.

Lo que ha sucedido en Brasil no puede achacarse a otra cosa que a la desidia con la que las clases gobernantes tienden a observar la cultura. Su ausencia permite mayor libertad de maniobra a cualquier poder en ejercicio u oculto, porque reduce la capacidad crítica del ciudadano. Buena parte de los tesoros que albergaba el Museo figurarán ya en catálogos olvidados, pese a que eran referente fundamental de aquel Brasil incógnito en su diversidad. Otras raíces y de otro signo se perdieron tras múltiples y míticos incendios o destrucciones, el de la Biblioteca de Alejandría, fundada por Demetrio de Falero en el siglo –III y dirigida, entre otros, por Eratóstenes, Calímaco o Apolonio sirve a menudo de referencia. Había logrado reunir lo que hoy entenderíamos como la suma del saber clásico en un millón de volúmenes. Su destrucción –o sucesivas destrucciones– fue atribuido a romanos, cristianos coptos o árabes. Pero no es el fuego el único y más feroz enemigo. Han sido nuestros antepasados o nosotros mismos, sin casi ser conscientes de ello, también responsables. Quienes contamos ya más años de los que merecemos advertimos pequeñas pérdidas que fueron tal vez cultura en su momento y siguen siéndolo. Un deficiente almacenaje de libros se llevó, por ejemplo, tebeos, revistas y libros de mi infancia respetuosamente guardados, que hoy se calificarían de «comics», las colecciones de una añorada Buru Lan, dirigida por Luis Gasca, que emprendió un editor vasco surgido de Salvat Editores, Javier Aramburu; de ahí Buru Lan. ¿Qué se habrá hecho de él?.

La cultura perece en todas sus facetas, incluidos los libros de papel, manuscritos o cartas (material ya de coleccionista). Tempus fugit, dijeron los antiguos, aunque algo ayuden los sistemas de conservación que múltiples países ni siquiera han logrado instalar. ¿Y la literatura o cultura oral, aquella que todavía los discípulos de Menéndez Pidal o de Joan Amades en Cataluña –y aún más recientemente de Joan Corominas– rastreaban por los pueblos a punto de ser abandonados? Viejos romances o cuentos que sobrevivían desde la Edad Media se olvidaron al tiempo que la radio o la televisión los sustituían al gusto de los nuevos e inconscientes depredadores. No es el fuego, que nos ofreció calor durante tantos siglos –y sigue haciéndolo– el peor enemigo de la cultura. Somos también nosotros quienes no logramos evitar lo que conservábamos durante siglos. Se salvó el meteorito Bendegó, a la entrada del Museo, de 5,6 toneladas, descubierto en 1784. En 2016 también la Cinemateca de Sao Paulo, con más de mil filmes latinoamericanos, fue víctima de otro incendio. Pero el fuego, nuestro fuego, no siempre es el culpable.