Opinión

El artículo de Anastasio Gil

Era todo uno. Acercarse el Domund y producirse la llamada, como la gota malaya, inexpugnable al desaliento: «Que si me escribes algo de las misiones»... y así fue, año tras año, que una ya no sabía qué poner. Que si los niños que «postulan» con las huchas por las calles; que si tal o cuál anécdota con misioneros de Albania, Argelia o India. Que si el ejemplo de esos miles de hombres y mujeres que lo dejan todo atrás y se ponen el mundo –el más pobre siempre– por montera. Yo, que empezaba a escribir con pereza, siempre me sorprendía del resultado, como si un ángel amanuense actuase por orden de Anastasio. Se ha muerto Anastasio Gil, que llevaba las Obras Misionales Pontificias, y este año escribiré sola mi artículo sobre el Domund y me costará un dolor.

Era un segoviano discreto y alegre, uno de esos ligeros y enjutos, que rara vez salen en los periódicos, pero trabajan la vida entera sin cesar, como hormigas. Tenía la sequía y los inviernos tatuados en la cara y afrontaba todo con serenidad, como sin darle importancia. Anastasio ha hecho saltar a nuestros misioneros, siempre tan reacios a la propaganda, a los telediarios y los boletines de radio. Los trajo de los fríos de Siberia y los calores africanos; de las selvas americanas o el desierto magrebí. Y puso orden en la caja, porque era transparente. La Iglesia de su funeral reventaba anoche de gente agradecida. Tendrás siempre el artículo, Anastasio amigo, palabra.