Opinión

Periodismo activista

El bien no justifica toda clase de intervenciones. Para ejemplos los lamentables tropiezos encadenados por dos de los mascarones de proa del periodismo en EE UU. El «New Yorker», que venía de hacerle un publirreportaje a la alcaldesa de Barcelona, (des)invitó a Steve Bannon, otro ideólogo populista, al festival Ideas. El nombre de Bannon apenas si aguantó unas horas en el cartel. El tiempo justo para que otros invitados, como Jim Carrey y Judd Appatow, pregonaran que no acudirían al ciclo de conferencias si la organización no fulminaba previamente al histrión. Con los subscriptores quemando sus abonos y pidiendo la hora, David Remnick, editor del «New Yorker», imploraba clemencia por haber intentado ejercer de reportero, revocaba la invitación a Bannon y, suponemos, comprendía fatalmente que el consejo de redacción de la revista queda a cargo de los lectores. Los periódicos ya no estarían para cuestionar las verdades establecidas, dar voz las víctimas y levantar acta de los problemas. Nah. La gente prefiere pasárselo pipa en un congreso hipster donde todos, conferenciantes y público, están de acuerdo en todo. Queremos que nos entretengan y corroboren nuestros prejuicios, apuntalen nuestros sesgos y nos acaricien el lomo mientras elogian nuestra bondad, nuestra inteligencia, nuestra belleza, y nos fastidia la tarde que un periodista cuestione a un tipo tan siniestro como escurridizo y le conceda la oportunidad de explicarse. Por esa ruta, claro, sacralizamos el pensamiento, generalmente primario, del Bannon de turno, al que elevamos a la categoría de mártir contracultural. Condición que de momento no disfrutará la persona que publicó en el «New York Times» el ya célebre «Soy parte de la resistencia interna de la Administración de Trump». Un artículo anónimo, donde el supuesto alto funcionario explica que él y otros miembros del gobierno dedican parte del día a obstaculizar las políticas del presidente. Un artículo bomba, pues resulta inaudito que el «Times», tan celoso de su deontología, permita que un autor dispare sin el doloroso trámite de atar fama y fortuna al potro del nombre. Así, y con el argumento de que la situación resulta dramática, el periódico quemaba a lo bonzo su propio libro de estilo. Por su lado el «New Yorker» rehuye la obligación de encarar a los enemigos del sistema, a los que eleva al linaje de agraviados por la censura y carismáticos antihéroes. El periodismo en picado y la propaganda, mejor que nunca.