Opinión

Después de la virtud

Cuando Pedro Sánchez llamó «indecente» a Mariano Rajoy en un memorable debate televisivo, y lo hizo sin venir a cuento, porque a Sánchez le dio la gana, alcanzamos la apoteosis de la regeneración. En su definición estricta, la regeneración consiste en la movilización política mediante el instrumento moral de la indignación.

Con el caso de la tesis hemos visto la otra cara de esa forma de hacer política, y sobre el presidente Pedro Sánchez pesará, por haberse acumulado demasiados indicios y por la forma en la que la crisis fue gestionada, la sospecha acerca de la autoría de ese trabajo.

Lo peor del asunto no es eso, sin embargo. Lo peor es que el presidente del Gobierno y quienes lo apoyan se empeñan en seguir dando lecciones de moral y postulando una ejemplaridad imposible.

A lo que estamos asistiendo por tanto no es a una degradación de la acción política, sino al efecto corrosivo que tiene la moral usada como instrumento al servicio de la política. Llevada hasta el final, como se ha hecho en nuestro país, no puede tener más consecuencia que acabar con la credibilidad de los agentes políticos y del propio régimen.

El Gobierno ha pasado unos días dramáticos y pasará algún tiempo antes de que supere los nervios.

Es un trance peligroso para sus adversarios, pero también para el propio gobierno, que no estará en condiciones de medir las consecuencias de sus actos. También es un buen momento para reflexionar y empezar a apartar el debate político del radicalismo moralizador, una tentación que acaba en el cinismo puro y simple. El motivo no es instaurar la amplitud y la generosidad de miras, ni devolver a la acción política su antigua dignidad, de la que todo el mundo se mofa sin reparos.

Es por interés propio, por puro egoísmo. Cuanto más se apele a la moral, más descrédito se cierne sobre los políticos. Aún peor es cuando son los políticos los que hablan de moral. La virtud, en política, es indignación, exhibición, espectáculo.