Opinión

Nueva política. Epitafio

Después de las comparecencias de Rajoy, faltaba la de José María Aznar para terminar de escenificar la diferencia entre la vieja y la nueva política. Más que diferencia, es abismo. Barranco, mejor, porque el careo reveló el sumidero en el que nos hemos despeñado. Lo sabíamos por Rajoy, parlamentario de raza, sobre cuya experiencia, sorna y elegancia resbalaban los brincos de los enanos que intentaban atacarle. Aznar es distinto. En principio, presenta más flancos descubiertos: más arrogante, más mundano, más vanidoso. Es una trampa, sin embargo. La imagen que devuelve Aznar no refleja lo que Aznar es o esconde, sino las frustraciones y –digámoslo todo- las envidias de sus interlocutores. Nada se nos ahorró: la vida privada, la familia, el éxito... Y Aznar, que domina la escena como ninguno de sus comparecientes –podemos decirlo así– lo hará nunca, se limitaba a insinuar lo que había quedado por enunciar. Rajoy era el principio de realidad. Aznar se sitúa en el mundo de la fantasía, o mejor de lo fantasmal: los deseos de quienes trataban de ponerle en un compromiso y se hundían en una pornográfica exhibición de sus propias miserias. En el caso del PSOE, patéticas. Se salva, por inanidad, el representante de Ciudadanos y resulta más sórdido que nunca lo que se entrevió del nacionalismo llamado moderado. Por lo demás, el retrato ha quedado esculpido en el material más imperecedero. Aquí yace la nueva política. Para siempre.