Opinión

Daño a las universidades

Siento un profundo dolor: desde diversos canales se está causando perjuicio a una institución en la que radican todas las dimensiones de mi existencia. Recuerdo ahora mi paso por Oviedo, Valladolid y Madrid y no hallo por fortuna ninguno de esos ensortijados politiqueos de que ahora tratan de valerse los políticos no para servir a la Humanidad como entonces se insistía, sino en su propia batalla por el poder. La sensación que en aquellos años centrales del si­glo XX se tenía era precisamente que en las Universidades se ha­bían superado las deficiencias dolorosas de una fuerte contienda civil. Es cierto que estos centros de estudios eran todavía poco numerosos y dependían del Estado. Incluso las tres universidades privadas –Pontificia de Salamanca, Deusto en Vizcaya y opusdeísta en Navarra– tenían que atenerse a las normas dictadas desde el Es­tado para la expedición de documentos que nadie, entonces, se habría atrevido a discutir. Una tesis doctoral era evidentemente el producto de un trabajo que contaba con múltiples ayudas comenzan­do por la del maestro que dirigía al candidato y teniendo en cuenta los trabajos importantes que se referían al tema. Un tribunal de cinco personas del claustro docente se encargaba después de analizar y calificar los resultados. Y nadie ponía en duda la rec­titud de sus intenciones. Errores también había como en todas las acciones humanas, pero sin servirse de ellos como ahora por moti­vos políticos. Es verdad que aún no existían masters ni instrumen­tos semejantes que se relacionen con la profesionalidad.

Cualquiera que hoy analice ese tiempo histórico tan difícil e im­portante, como el que permitió a España salir de un régimen autoritario para integrarse en esa nueva Europa que busca para sí misma una plena definición cultural que logre la cooperación entre las naciones, podrá descubrir en las aportaciones universitarias no otra cosa que servicios y bienes. Recuerdo que aún se mantenía el franquismo cuando pude representar a España en el congreso de Universidades que convocara la Unión Europea en Chipre y en aquellas sesiones pude recibir los elogios que se hacían por la marcha de las creaciones universitarias en nuestro país: el saber estaba por encima de cualquier otra consideración. La memoria de lo que en tiempos significara Salamanca estaba en la mente de todos los presentes. Un nombre que hoy cumplidos los ochocientos años aún tiene una significación universal.

Las Universidades fueron creación de la Iglesia católica que al principio las calificó de Estudios Generales ya que unificaban el saber y abrían las puertas también a quienes no formaban parte del clero. Ese saber se ordenaba en tres niveles: el de formación de la persona mediante las Siete Artes Liberales; que otorgaba licencia para su empleo en la sociedad; y el que consagraba doctoralmente la plenitud de ese saber en una de las ramas precisas del mis­mo. La palabra universidad se empleaba para demostrar que maestros y escolares formaban una comunidad humana paritalmente regi­da por sus normas. El universitario podía llamarse don porque era verdaderamente domino. Se trataba por tanto de crear una nueva nobleza que como la señorial pusiera su atención principalmente en el cumplimiento del deber. En esto Salamanca y Valladolid fue­ron para España uno de los principales motivos de orgullo. Tampoco debemos olvidar que una de las iniciativas españolas fue lle­var a América en 1504 la primera de las universidades del Nuevo Continente. De esto ya me he ocupado en anteriores ocasiones, pero pido a mis lectores perdón y comprensión: Valladolid es para mi un explicable motivo de orgullo. Sin embargo, tampoco podemos olvidar que las universidades fueron, en los tiempos de la Ilustración, uno de los elementos condenados a desaparecer: al crecer desmesuradamente en el número se convertían en meros instrumentos de determinados sectores sociales y perdían al mismo tiempo los altos niveles que en el saber y el beneficio social llegaran a alcanzar. Es algo que ahora parece repetirse. Es curioso que la aparición de los «master» haya coinci­dido con esa especie de privatización y desgarro en los centros de enseñanza: los políticos utilizan esos títulos que parecen el resultado de combinaciones y falsías para montar acusaciones con­tra personas que proceden de bandos distintos pero a las que se quiere descalificar poniendo en juego denuncias que dan al lector la impresión de que grados y títulos pueden falsificarse o cuando menos fabricarse sin que respondan a los vehículos del saber. No benefician a nadie estas acusaciones, pues aun suponiendo –y permítanme dudas– que fuesen verdaderas, era mucho mayor el daño que se causa que las ganancias que los acusadores pretenden conseguir.

Las Universidades restablecidas desde principios del siglo XIX en España, que estaba viviendo la cadena de una serie de guerras ci­viles, prestaron a nuestra nación servicios que necesitaríamos graves y minuciosos análisis para llegar a valorarlos. Cuando uno piensa que nuestra nación alcanzó esos niveles en el pensamiento en la medicina o el derecho que con las ciencias naturales llega­ron a influir en el mundo entero no queda otro remedio que acudir a los políticos con una petición: dejen de servirse de los horizontes universitarios para sus peleas y abandonos y tracen un programa diferente: servir a y no servirse de. Para ello es imprescindible el retorno a las posiciones simplemente científicas dejando a un lado la política. También las víctimas de estos artilugios necesitan ser protegidas.

Ya somos Europa. La Universidad es la mejor de las creaciones eu­ropeas que debe también mucho a la decisión de la Iglesia cuando reconoció que el saber experimental o especulativo ayuda y no perjudica a la fe. De este modo nos estaba presentando un feliz argu­mento que tampoco debemos olvidar. La recta educación en los saberes científicos es una garantía para el comportamiento. Pensemos en lo que fueron aquellas listas de grandes maestros a algunos de los cuales los jóvenes de mi generación tuvimos oportunidad de contemplar cara a cara.