Opinión

Felipe VI y Pompeya

Plutarco cuenta en «Vidas paralelas» cómo Julio César repudió a su esposa Pompeya por verse envuelta en un escándalo del que no fue culpable. Un patricio romano que estaba enamorado de ella se infiltró en su casa en plena celebración de unas fiestas exclusivamente femeninas. Pompeya no estaba al tanto de las intenciones del asaltante, pero la frase del César pasó a la historia: «No basta que la mujer del césar sea honesta, también tiene que parecerlo». Miguel de Cervantes fue más allá y añadió una vuelta de tuerca cuando puso en boca de Don Quijote: «La mujer ha de ser dueña y parecerlo, que es más». Podríamos discutir si esto último no es echar leña al fuego de la hipocresía, tan española (no parece más importante «parecer» que «ser»), pero a veces ocurre lo contrario: que lo que «es» no se vislumbra, no «parece ser».

En estos días, por ejemplo, es difícil distinguir el estado de derecho en Cataluña, cuando el presidente autonómico Torra alienta a quienes agreden y provocan en las calles. ¿Se imaginan ser mozo de escuadra en una región donde los delincuentes son jaleados desde el poder?

El histórico discurso del Rey hace ahora un año tuvo exactamente la función de restañar la definición de la democracia, su «apariencia» o reputación. Colocarla de nuevo en los términos en que viene definida por la ley, frente a quienes hablan y hablan y hablan de democracia para referirse a su propia voluntad.

En los sucesos del tremendo octubre del 2017 España seguía siendo un Estado democrático de derecho, una Monarquía constitucional, pero ya no lo parecía. El poder autonómico había convocado –sin tener atribuciones para ello– un referendo impugnado por el Tribunal Constitucional. Los mozos de escuadra se cruzaron de brazos y la Cámara local votó la independencia de Cataluña arrogándose el derecho de 47 millones de españoles. Era tanto el bandidaje que resultaba fácil confundirse. La voz clara y serena de Felipe VI, reivindicando la Constitución y el Estatuto de Autonomía hizo «aparecer» la ley. No es que ésta hubiese desaparecido, pero se desdibujaba en la conciencia de muchos.

Hay quien pretende que el Rey se «apuntó» a uno de los bandos en liza y «desamparó» a los súbditos partidarios de la independencia. Nada más lejos de la realidad, el monarca también señaló el camino para quienes no estén de acuerdo con el orden vigente: los cambios legales por la vía de las mayorías. Lo que no podía hacer es amparar minorías despóticas resueltas a imponerse sobre los demás. Hoy, más que nunca, la Corona es la Ley. Al menos mientras lo decidamos 47 millones de españoles. El Rey despejó equívocos y puso delante de todos la realidad.