Opinión

Tranquilos, no pasa nada ¿o sí?

R.W. Emerson señalaba que «una institución es la sombra alargada de un hombre». En plural, vendrían a encarnar la capacidad de cualquier sociedad para organizar y desarrollar sus potencialidades. Hoy aceptamos que la representación más elocuente de cualquier país es su imagen institucional; sobre todo política. Hace unos meses el Círculo de Empresarios editó un interesante y, en muchos aspectos, preocupante estudio sobre «La calidad de las instituciones en España» (V. Lapuente et. al., Madrid, 2018).

En las páginas de ese trabajo puede leerse que «los españoles no confiamos en el funcionamiento de las instituciones básicas de nuestra democracia» (estaríamos en uno de los niveles más bajos de la Unión Europea). Y también que el 95 por 100 considera la corrupción como un fenómeno generalizado. A pesar de este elevadísimo porcentaje habrá quien se pregunte, con ironía, si al 5 por 100 restante no les encuestaron. En cuanto a la escasa credibilidad de las instituciones está claro que si éstas se legitiman por el cumplimiento de su función, las actuaciones de los últimos gobiernos; del Parlamento; de los partidos; o de algunas autonomías..., justifican la escasa fiabilidad que merecen.

El gobierno de la Nación ha hecho, en muchos momentos, dejación condenable de sus obligaciones. Ha buscado, además, condicionar el ejercicio del poder judicial, después de someter al legislativo, y recurre a triquiñuelas jurídicas, cuando cree conveniente, para evitar el cumplimiento de la legalidad.

El Parlamento no atraviesa por sus mejores momentos. Convendría recordar a sus señorías que la democracia es, en buena medida, un conjunto de formas y, dentro de ellas, el respeto, que no excluye el rigor del debate, sería la piedra angular. Pero lo verdaderamente preocupante es que, a la vista de sus intervenciones, cuesta entender que un buen número de diputados y senadores representen realmente a la Nación.

Los partidos demuestran su incapacidad para abordar asuntos capitales como la educación, las pensiones, la política exterior, la inmigración, la evolución de nuestra demografía, ... mientras concentran sus esfuerzos en la diaria batalla por el poder. Y se instalan en el «cortoplacismo», que viene a ser la antítesis de la propuesta de Ortega y Gasset: «Solo cabe progresar cuando se piensa en grande, solo es posible avanzar cuando se mira lejos». Además, en su cainismo, llegan a excluirse, unos a otros, del juego democrático. Cabría preguntarse pues, ¿a dónde vamos?

Paralelamente, algunas Autonomías tienen declarada la guerra a muerte al Estado, del cual forman parte, y a los principios y normas constitucionales de las que nacen. Da la sensación de que, invirtiendo la sentencia de von Clausewitz, aquí la política es la continuación de la guerra por cualquier medio. Lo demás no importa o, al menos, resulta totalmente secundario.

Tales instituciones, como organismos vivos que son, comen. Los ciudadanos debemos, por tanto, alimentarlas aunque sea con escaso entusiasmo. A cambio no demuestran la exigible eficacia para mantener el tan cacareado «estado de derecho». En consecuencia crece, alarmantemente, la desafección social y asciende el porcentaje de gente que estima justificable un golpe de Estado, en determinadas circunstancias. Algunos, incluso, ya lo han llevado a cabo, como ha ocurrido con el independentismo catalán.

El problema deriva fundamentalmente de ese «oncogen moral» que llamamos corrupción. Sus efectos materiales son escandalosos, pero peores son sus consecuencias espirituales. La corrupción erosiona la «autóritas» del poder, hasta impedir su normal ejercicio. Tal vez sea ésta la «última ratio» de la incuria, la cobardía y hasta la complicidad de quienes han permitido el quebrantamiento impune de la ley en Cataluña. Y contribuyen así, cada día más, a enfangar la imagen de España. Para disimular sus responsabilidades tratan de camuflar la realidad por todos los medios y presentan una visión edulcorada de lo que sucede.

Frente a tan vituperables comportamientos, otras instituciones han demostrado ser el referente esperanzador para quienes aman España. También en sentido opuesto, para los que tratan de romperla. Una de ellas es la Corona, las otras las Fuerzas Armadas, la Guardia Civil y la Policía Nacional, sin menospreciar algunas actuaciones del poder judicial. El monarca ha cumplido su deber, con toda naturalidad, sin temor ante los «inconvenientes» que pudieran derivarse del ejercicio de sus funciones. Desgraciadamente no han seguido su ejemplo quienes más obligados están a hacerlo. Por su parte, policías y guardias civiles, con sueldos miserables y soportando toda clase de agravios, se han hecho merecedores no sólo del mayor reconocimiento social, sino también del de las instituciones.

España demanda una regeneración institucional que no vendrá desde el simple rechazo a quienes han permitido su degeneración. Ni de la descalificación de esos mismos políticos, plasmada en expresiones más o menos radicales y frases escatológicas. La moralización de la vida pública es tarea de todos y cada uno de los ciudadanos, cumpliendo con su responsabilidad democrática. De otro modo nos haremos partícipes de la corrupción.

Ahora que se anuncian vientos electorales habrá que discernir entre datos y prejuicios, aunque el «momentismo», «quitaesencia presentista» en la que estamos incursos, no facilita precisamente el análisis y la reflexión. Pero, en cualquier caso, tengamos en cuenta que no sería un gran título el de campeones de «footvoto».