Opinión

A punto de caramelo

En 1994, Hugo Chávez estaba encarcelado por su primera intentona golpista, pero ya la misma noche en que había intentado el golpe había encontrado un aliado. Era el expresidente Caldera que abrazó la causa populista y cuando fue reelegido, habiendo abandonado su partido, retiró todos los cargos y abrió las puertas de la cárcel al futuro caudillo venezolano. Cuando Chávez ganó las elecciones en 1998, Caldera no fue capaz de tomarle el juramento del cargo. El resto es bien conocido.

En España tenemos otro ejemplo de vis a vis de presos con gobiernos débiles. Fue en 1930, cuando el conservador José Sánchez Guerra aceptó el encargo de sondear a los miembros del comité republicano presos, tras el golpe de Estado de Jaca, en la Cárcel Modelo de Madrid. Lo que consiguió Sánchez Guerra fue dar legitimidad a los golpistas, que a no mucho tardar aprovecharían el descrédito de las instituciones monárquicas para convertir su propia derrota, en las elecciones municipales de abril de 1931, en una victoria republicana.

Pablo Iglesias no es Sánchez Guerra, conservador de buena fe, leal al Rey, que cumplió sin entusiasmo una misión imposible. Iglesias, en cambio, está convencido de que la visita a Junqueras en la cárcel es lo que hay que hacer. Y es aquí donde acude el recuerdo de Caldera, porque si Iglesias se presta a este juego, arriesgado y no muy lucido, es porque sabe que a la vez que respalda y legitima la posición de Junqueras, como Sánchez Guerra respaldó la de los republicanos y Caldera la de Chávez, también está minando la de Pedro Sánchez.

Inevitablemente, la visita de Iglesias corrobora la impresión de que el respeto del Gobierno a las decisiones judiciales es escaso.

También debilita la posición de España ante los socios de la Unión Europea que nos han apoyado. E intensifica la convicción de que Iglesias sigue avanzando en su empresa de podemizar el socialismo, a punto ya de caramelo populista.

Sabemos, eso sí, lo que ocurrió con Caldera y con el gobierno monárquico del 30.